¿Qué pasa el 7 de diciembre? ¿Será verdad nomás y el Grupo Clarín perderá una parte de su poder? ¿Qué hay detrás de apelaciones a una “pluralidad” de voces mientras el resto de los artículos de la Ley no se aplica? ¿Qué hizo el Estado en estos tres años de sancionada la Ley de Medios? ¿Qué grupos empresarios asoman como los más preparados para meterse en la disputa? ¿Democratización de medios o reordenamiento empresarial? Dos miradas sobre un tiempo de cambios, dudas y certezas apuntadas desde los medios de comunicación alternativos ante un futuro incierto.
De profecías, monopolios y caminos alternativos
Venimos esperando que se termine el mundo desde que arrancó 2012. La profecía del apocalipsis o el surgimiento de una nueva era, según la interpretación más o menos libre que se haga del calendario maya, nos tenía lo suficientemente preparados como para dejar que el tan agitado 7D nos oscurezca aspectos centrales de la ley de medios que siguen sin cumplirse. El fundamental, porque hace a nuestra práctica y porque consideramos estratégico en el marco de la construcción de poder popular, es el de la legalización y el fomento de los medios de comunicación alternativos, populares y comunitarios, que a tres años de la sanción permanece en lista de espera.
Es claro que la cercanía del 7 de diciembre trae aparejada la polarización de las posiciones. Hoy todo se reduce a la pelea entre el gobierno y Clarín. Así los balances sobre lo realizado en estos tres años desde que se aprobó la ley 26.522 quedan encorsetados en una lógica binaria, que impide la reflexión so pena de “hacerle el juego a la derecha” (si se le hacen preguntas a la ley o a su reglamentación), o de ser acusados de pertenecer al “coro de la dictadura K” (si se denuncia la conformación de los multimedios en el país). Nuestra propuesta es superar este binarismo haciendo todas las preguntas necesarias pero, sobre todo, instalando en el debate el debe y el haber de cara a una efectiva aplicación de la ley.
Entre los “haberes” o puntos para subrayar, el más importante para nosotros es el debate que movilizó el proyecto, y luego su aprobación. Pero no nos referimos a los “foros” más o menos institucionalizados que se realizaron en el país, sino a las discusiones en las calles, en los bares, en los hogares. La comunicación y el papel de los medios sobre la subjetividad social pasaron de ser tema de “especialistas” o “entendidos” a ser polémica en la mesa familiar, en el lugar de trabajo o en el barrio. Reaparecieron categorías como “manipulación” y ejercicios de “crítica ideológica” de los mensajes, que habían sido desechados desde la investigación académica en beneficio de análisis que privilegiaban, al contrario, la prolífica actividad de los receptores frente a los mensajes mediáticos, y por lo tanto destacaban su libertad de toda determinación.
Aunque sin ser profundizados y pese a verse simplificados de manera grotesca (por ejemplo, en el programa oficialista 678), estos cambios favorecieron un cuestionamiento generalizado al papel que los medios cumplen sobre el imaginario social. El contexto regional, sobre todo a partir del golpe de Estado en Venezuela en 2002, colaboró en este sentido, generando un escenario proclive a la movilización que el gobierno supo capitalizar con el debate de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (principalmente a partir de otro binarismo, aquel que oponía la “ley de la democracia” a la “ley de la dictadura”, dejando de lado que ésta última tuvo muchos más años de democracia que de dictadura, que en democracia se acentuó su carácter excluyente y concentrador y que los primeros años de kirchnerismo fueron más bien de “simpatía por el demonio” que de denuncia de los monopolios).
No obstante, lo último que hay que afirmar es que la ley de medios significa un importante paso, y que abre un escenario más amigable con los medios alternativos, populares y comunitarios que la anterior ley 22.285, que directamente prohibía la comunicación que no tuviera como fin el lucro. Pero que sea “más amigable” no significa que sea el marco legal más apropiado o que mejor interprete las realidades de estos medios. Incluso, ni siquiera son tratados de este modo en el articulado de la ley, que los confina en la lavada figura “medios sin fines de lucro”, igualando las experiencias dependientes de las grandes fundaciones como la Ford o la AFA con los emprendimientos comunicacionales de las organizaciones sociales, lo que los pone en situación de gran desigualdad a la hora de pelear por el acceso a licencias.
El problema de la definición de los medios populares según la herramienta legal adoptada por los colectivos para funcionar y no por sus características y objetivos no es una cuestión menor. Eso salta a la vista cuando se revisan los pliegos de los dos llamados a concurso para televisión sin fines de lucro convocados en 2011 y suspendidos a mediados de este año. Valores restrictivos para la compra de los pliegos, 24 mil pesos por mes para el ARSAT en concepto de antena, plan de inversiones en el corto plazo, declaración de empleados, obligación de establecer relación de dependencia laboral con locutores o programadores pueblan las bases y condiciones para concursar. No hay que rascar mucho para advertir que estos requisitos no tienen nada que ver con la televisión alternativa, popular y comunitaria.
(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº 114 - noviembre 2012)