Por Revista Sudestada
Cuando la vio venir, Mariano fue conciente, repentinamente, del tamaño de la bestia que tenía enfrente. Su asesinato puso en evidencia la cara oscura de la tan festejada recuperación económica, sustentada sobre la base del trabajo informal masivo, y de un entramado político-sindical imprescindible para su ejecución sin conflictos molestos ni reclamos laborales. A nadie escapa que las mafias sindicales, enquistadas por prepotencia, habilidad en la negociación y complicidad con el poder de turno, se erigieron durante las últimas décadas como los principales garantes de la ruina obrera. Si años atrás la prenda de cambio fue la flexibilización laboral; la de estos días se asoma de perfil en el trabajo en negro y el empleo tercerizado como chicanas patronales para achicar costos, reducir plantas permanentes y eludir el incómodo deber impositivo. El emergente de este pacto siniestro entre patrones y burócratas, socios beneficiarios de una omertá que precisa para su despliegue de un Estado indiferente o que deje hacer, es la violencia desplegada ante los ojos de la sociedad, en riñas callejeras por pases de factura (el encontronazo a los balazos entre Camioneros y la UOCRA en octubre de 2006, en San Vicente, por mencionar un caso) y en los furiosos ataques de sus fuerzas de choque a sueldo contra experiencias independientes, como fue el caso de los ferroviarios tercerizados. Todo método es útil para los dueños del capital en su objetivo de deslegitimar la organización sindical y acomodar la ley laboral siempre para su lado.
Después de aquella década oscura de arrase ocupacional, el empleo se fue recuperando gradualmente, aunque sobre la base de grandes pérdidas de derechos conquistados para la clase trabajadora, como la caída salarial de un importante sector (el estatal principalmente) y el crecimiento del trabajo “basura”: contratados, tercerizados, en negro, fueron la mayoría de los nuevos puestos creados. La presencia omnipotente de la llamada “burocracia”, inflada por la connivencia oficial, permitió que alguien como José, barrendero de las vías del Roca, lleve una marca inventada en su camisa y pierda no sólo la mitad del sueldo sino también la posibilidad de crecer y contar con una identidad acorde a su verdadero oficio obrero.
Las luchas de la clase, importantes pero aisladas, contra el trabajo informal sacaron a la luz el rol colaboracionista clave de los sindicatos. Y, como animal amenazado ante el mínimo riesgo de tener que ceder algo de su presa, la bestia apretó el gatillo. El rostro abiertamente anticomunista de los adalides de la burocracia sindical encaja a la perfección con el creciente discurso macartista de cierto neoperonismo romántico -siempre utilitario, siempre dispuesto a defender lealtades a cambio de favores, siempre listo para hacer tronar los bombos si hay que acallar voces disidentes- que viene ganando su lugar desde diversos espacios y nos hace recordar a la criatura engendrada por un brujo en décadas anteriores.
El crimen político desnuda así la cobardía del sistema, donde las órdenes se dan con un solo guiño desde las sombras, donde las declaraciones públicas de los funcionarios cargan las tintas y preparan la escena para el crimen (como en el Puente Pueyrredón, un 26 de junio de 2002) y donde el silencio se estrella en un disparo, y todo se acomoda en su lugar para que el trabajo sucio pueda ser barrido, como suele suceder, debajo de la alfombra.
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