Por Claudia Gantus
Fuente Revista EL EMILIO
De repente las palabras en la radio y la televisión sobre la Ley de Matrimonio Igualitario parecen sumergirnos en el túnel del tiempo, y como en una cruzada medieval escucho las embestidas de discursos que creía, cuanto menos, anacrónicos. La animalidad básica de suponer que el único encuentro posible debe ser reproductivo nos reduce a la posición de macho y hembra de una misma especie. Hasta ahí, creo, ordena la naturaleza. En el plano biológico, son necesarios dos ejemplares de distinto sexo para la reproducción. Y se responde al instinto. Nada se dice del amor, de la libertad, del compromiso. Pensemos por ejemplo que, tras la parición, una hembra puede abandonar a sus crías, hasta devorarlas, sin culpa, sin remordimiento, sin dolor. No existe vínculo perdurable, porque los vínculos son humanos, nacen del encuentro (no del instinto), y perduran aún más allá de la vida y la muerte. Los vínculos humanos nos dignifican. No es para descargar instintos sexuales primarios que se unen y se aman dos personas. El amor va mucho más allá de los instintos. Es un vínculo que nos atraviesa y nos construye como sujetos. Un vínculo que nace de una elección, elección de la que tal vez solo podamos dar cuenta después de sabernos enamorados. Limitar y reducir la elección de nuestro amor a las condiciones genitales con que fuimos determinados por la naturaleza significa poner restricciones a la libertad, a los sentimientos, a nuestra misma condición humana. Amamos y nos enamoramos de sus ojos, pero también de su mirada, que destella cuando se ríe y con picardía nos hace un gesto en la oficina. Amamos y nos enamoramos de su atlética figura, pero también de su caminar seguro cuando viene a nuestro encuentro. Amamos y nos enamoramos de su tono de voz, de sus gustos musicales, de su pasión por el fútbol, o su exquisita mano en la cocina. No hay especie animal con tales registros. Y en ese amar y enamorarse vamos pensando en construir un futuro juntos, y nos convertimos en padres y madres. No es la parición la que nos vuelve madres, ni el semen fecundo el que nos hace padres. Madres y padres se constituyen en tanto son capaces de edificar en esa relación con los hijos (paridos o no, procreados o no, genéticamente ligados o no) una unión amorosa que les permita contención, protección, límites, palabras. Madres y padres se hacen en el mismo ejercicio. Mamá y papá te alimentarán, te cuidarán, revisarán la tarea de la escuela, irán a las reuniones con la maestra, y te ayudarán a preparar tu fiesta de quince. Mamá y mamá te llevarán al médico y controlarán tus vacunas, leerán un cuento para espantar pesadillas, y te esperarán despiertas cuando vuelvas del primer baile. Papá y papá te enseñarán a andar en bicicleta, te pedirán que arregles tu cuarto, y se reirán con vos a carcajadas viendo por cuarta vez ese capítulo de Los Simpson. Si algo de eso sucede, serán una familia. Crecerás amado y aprenderás a amar. Crecerás en la sinceridad y escaparás a la hipocresía. Crecerás en la generosidad de quien es capaz de dar amor al otro, y esos serán los principios con los que podrás medir tus decisiones adultas. Quizás esta embestida que con sus discursos inquisidores arremete creando un demonio en el matrimonio igualitario solo tenga como fin escapar a los propios demonios de sus miserias, de su egoísmo, de sus mezquindades. No hablen en nombre de quienes nos sentimos y nos sabemos personas. Como heterosexual me niego a que me reduzcan a la condición de hembra. Ser y saberme persona humana me permite exigir que todos tengamos los mismos derechos, como personas, no como animales. Y los derechos no se negocian, no se plebiscitan, no se votan. Los derechos son propios de nuestra condición humana, y esa condición la dignificamos con nuestros actos de amor.
Claudia Gantus
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