9 de abril (Cosecha Roja).- La imagen de Micaela empapeló las redes sociales. Desde las
fotos ella sonríe, juega con los chicos de Villa Mandarina, pinta un
mural, marcha por los 30 mil desaparecidos, viste una remera que dice
#NiUnaMenos. La buscaban desde hace una semana la familia, las amigas,
los compañeros de militancia. Cada día que pasó trajo un indicio: las
cámaras de seguridad de un boliche, los mensajes del celular, una
sandalia, el pantalón, las llaves. Hoy apareció su cuerpo semienterrado
cerca de la ruta 12, en Concepción del Uruguay. La esperanza se volvió
furia. A esta hora, en las plazas del país, cientos piden justicia.
Micaela no es solo una foto que se repite. Tenía una historia, tenía
proyectos, una vida hermosa. Cuando volvieron del viaje de egresados,
ella y sus tres amigas de la secundaria crearon su propio ritual de
despedida: se tatuaron en el cuerpo la palabra “ohana”, que significa
familia. Esa familia que habían elegido durante cinco años en el Colegio
Nacional Justo José de Urquiza de Concepción del Uruguay estaba por
separarse. Cada una se iría a estudiar a una ciudad distinta y perderían
la cotidianeidad que tenían. Micaela había peleado por ese año final de
la escuela: convenció a la mamá y el papá de quedarse a vivir en la
casa de la abuela Chiqui cuando papá Yuyo consiguió trabajo en Colón. No
le pudieron decir que no: Mica era abanderada, uno de los mejores
promedios de la escuela, competía en la selección de gimnasia artística y
era guía del edificio escolar. Era rebelde pero responsable.
Los fines de semana largos y los
veranos las cuatro amigas se juntaban y todo volvía a ser como antes. La
Negra -así le decían a Mica, igual que a su mamá cuando era
adolescente- iba con la guitarra de acá para allá, entre la colonia de
verano en la que era profesora, sus estudios de Educación Física y su
trabajo como moza en el Club Regatas. A la noche le gustaba ir a ver
bandas, amaba los recitales. En marzo viajó hasta Olavarría para ver al
Indio Solari.
Durante
la adolescencia Mica había competido en el equipo entrerriano y en el
nacional de gimnasia artística: vivía entre Concepción y las clases que
tomaba en Paraná y en Buenos Aires, siempre con la compañía de sus
papás. La mamá estudió para ser jueza de gimnasia, el papá le gestionaba
sponsors para los viajes a Alemania y México. En quinto año dejó las
competencias, el viaje la desgastaba. Ya todos empezaban a conocerla.
En 2014 ingresó a la Facultad en
Gualeguay. Veía poco a los papás porque alternaba los sábados y domingos
entre Colón y Concepción, donde militaba. Hacía trabajo social en
varios barrios pero su lugar era Villa Mandarina, donde se encargaba de
las escuelitas de deportes y de los merenderos. Lo que más disfrutaba
-dicen sus compañeros aún sin haberle preguntado- era estar con los
niños y niñas. En ese momento se la veía plena. “Los chiquitos la amaban
y ahora la están esperando. Eso nos duele”, cuenta Carla. Ella, sus
compañeros, la gente de los barrios están haciendo el duelo: la piba era
la figura emergente de liderazgo en la provincia.