Detrás de tanto ruido, en los suburbios de la escena nacional, deambulan. Crecen. Ganan protagonismo. Se tornan imprescindibles, cotidianos, peligrosos. Ahí están. Son las bandas armadas que responden a los empresarios del boom sojero. Son las patotas a sueldo de burócratas sindicales, que alternan aprietes a delegados con acciones de fuerza de choque. No se quedan atrás los punteros del funcionario de turno; esos que hostigan, controlan e imponen su ley en las barriadas. En cada uno de estos ejércitos privados irrumpe un común denominador: las fuerzas de seguridad, como cómplices, como instigadores o hasta como miembros orgánicos.
Un sicario de un patrón sojero persiguió a Miguel Galván, militante del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-VC) hasta dar con él y asesinarlo de una puñalada en octubre pasado. La escena del crimen fue el paraje Simbol, en la misma provincia que registró hace menos de un año otro crimen por encargo de similares características. La víctima en ese caso fue Christián Ferreyra, otro campesino del Mocase que se oponía al avance del agronegocio, que resistía el desalojo de sus tierras. Pero nadie afecta las ganancias de la patria sojera, esa que goza de la impunidad para armar guardias paramilitares. Como Facundo León Suárez Figueroa, titular de la Empresa Agropecuaria Lapaz SA, quien pretendía alambrar parte del territorio de las comunidades indígenas Lule Vilela.