(Cosecha Roja).-
El violento ataque
al tambo “La Resistencia” que tuvo lugar la noche del viernes 8 de
abril en la periferia rosarina nos ubica, al decir de sus víctimas, ante
la experiencia de haber tocado un límite. “Cruzamos una línea sin
retorno”, afirmaron desde el Frente Ciudad Futura. Tres hombres armados y
con capuchas ingresaron a la sede de un emprendimiento económico y
político de larga trayectoria, maltrataron al representante de una
organización social con representación parlamentaria, y transmitieron un
mensaje explícito enviado por sus empleadores: “o se van o ponemos una
bomba”. El espinel de pretendientes de las tierras donde está asentado
el Tambo es nutrido, pero las sospechas apuntan a la empresa CIMAR SA,
cuyo slogan es “inversiones en equipo”.
El caso es similar a lo acontecido en
Villa Celina, partido de La Matanza, el 12 de febrero. Allí, un sicario
apodado “Jonhy” le pegó un balazo en el pecho a un militante del
Movimiento Popular La Dignidad, integrante de los Vecinos Autoconvocados
del Barrio Vicente López. Minutos antes de efectuar el disparo lo había
conminado a “dejarse de joder con sus jefes y con las tierras”, sobre
las que mantienen una disputa. Darío Julián –más conocido como Iki–
salvó su vida de pura casualidad y hoy, mientras se hace estudios para
detectar en qué parte de su cuerpo quedó alojada la bala, debe estar
alerta a los movimientos del soldadito que permanece libre y sin cargos (más datos).
Este hecho motivó el surgimiento de
la Comisión Investigadora de la Violencia en los Territorios, integrada
por organismos de derechos humanos, agrupaciones sociales y políticas,
medios comunicacionales y personas involucradas en dinámicas concretas
de democratización. Pronto la nueva iniciativa se vio desbordada por la
multiplicación de agresiones contra organizaciones populares en las más
diversas geografías del país.
El 19 de febrero, apenas siete días
después de lo sucedido en La Matanza, Pablo Sarmiento, campesino e
integrante del Movimiento Nacional Campesino Indígena (UST-MNCI), fue
baleado por personal de la Policía Provincial de Mendoza mientras
intentaba impedir junto a miembros de su comunidad el alambrado ilegal
de sus tierras. Pese a la existencia de una sentencia judicial que le
reconoce la posesión a la familia Sarmiento, la empresa Elaia-Argenceres
SA redobló la apuesta y contrató policías para custodiar el avance de
las obras. Luego de recibir el disparo y sin atención médica, Pablo y
otros integrantes de su familia fueron detenidos por “averiguación de
antecedentes”. Se trata del devenir sicario de la propia agencia
policial (Comunicado de la UST-MNCI).
El viernes 4 de marzo se desató una
intensa balacera en el Bajo Flores sin que se hayan podido desentrañar
los motivos. Un grupo de civiles armados asesinó a Fernando David
González de 21 años e hirió de gravedad a Miriam Villa, quien murió en
el hospital casi un mes más tarde (el 3 de abril). Miriam había
protagonizado una larga lucha en procura de justicia por el asesinato de
su hijo Ariel (de 19 años), en septiembre de 2014. El episodio tuvo
lugar en la misma esquina donde a fines de enero la Gendarmería Nacional
reprimió salvajemente a los integrantes de la murga “Los reyes del ritmo”.
En una muestra de sensacionalismo e irresponsabilidad primero Télam y
luego el diario Clarín vincularon ambos hechos; incluso insinuaron que
desde la murga habían respondido el ataque con armas de fuego.
El 13 de marzo, en la ciudad costera de Miramar, agentes de la flamante Policía Comunal demoraron a Lautaro Blengio,
militante LGBTIQ y presidente del Centro de Estudiantes de la Escuela
Media 1, que lleva el nombre de “Rodolfo Walsh”. Lautaro respondió
exigiendo la identificación de los efectivos. Lo que recibió fue
amenazas: “te voy a tirar en el vivero”, le dijo uno de los uniformados
al frente del operativo. Al día siguiente el joven fue secuestrado por
los mismos policías, aunque esta vez no solo no portaban identificación,
sino que tampoco vestían uniforme, ni conducían un patrullero. Arriba
del vehículo lo encapucharon, lo golpearon y lo llevaron hasta el predio
del vivero municipal, una zona apartada y de poca circulación. Allí lo
torturaron, le apagaron cigarrillos encendidos en la piel, lo cortaron
con una navaja, le hicieron una cruz en el pecho y hasta simularon un fusilamiento.
Lo que cada uno de estos hechos de
violencia tiene en común es el avance de variados negocios rentísticos
sobre las periferias urbanas y rurales. Territorios históricamente “en
desuso” y por lo tanto reservados a la sobrevivencia de los pobres,
están siendo colonizados por desarrollos inmobiliarios, empresas narcos y
emprendimientos agroexportadores. Una dinámica que se mantuvo constante
durante la última década, pero que desde el diez de diciembre pasado
sus actores protagónicos disfrutan la apertura de una nueva fase más
favorable a sus intereses.
Así como el ajuste en el Estado
funciona como estímulo para que el sector privado ejecute una reducción
de personal, el desmonte de las articulaciones institucionales que
cuestionaban los abusos de las empresas y las maniobras para
deslegitimar a las organizaciones sociales ofrecen un escenario
inmejorable para que se desate el poder disciplinador de una represión
cada vez más paraestatal y agresiva. En este contexto, las
organizaciones populares temen por el futuro de sus proyectos
comunitarios pero también por la vida de sus militantes expuestos a
soldaditos narcos, barras bravas y fuerzas de seguridad.
Las pantallas de los principales
medios de comunicación ventilan de manera selectiva y episódica algunas
tramas corruptas de altas esferas, las que dependen de la utilización de
instrumentos financieros para la fuga masiva de ganancias empresarias
sin pagar impuestos, o el blanqueo de montañas de dinero provenientes de
la criminalidad económica y el desvío de fondos estatales. Pero nada
dicen de esta otra forma de delincuencia organizada que tiene el mismo
origen y se derrama con total impunidad sobre los territorios. Poderes
estatales claves son fagocitados por negocios que dependen, para su
funcionamiento, de dispositivos represivos cada vez más difusos y
desencajados. En la construcción de nuevas instituciones populares,
complejas y versátiles, con una efectiva capacidad de intervención en
este escenario marcado por la tercerización de los servicios represivos,
no solo se juega el destino de las organizaciones sociales sino el de
la propia democracia.