El repaso histórico será breve, pero indispensable: aquellas jornadas de protesta popular se convirtieron en punto de quiebre para la hegemonía neoliberal en nuestro país; el régimen político se vio arrastrado a una crisis de representatividad y gobernabilidad (un relato más amplio puede leerse en el artículo de Azcurra); amplios sectores de la sociedad se volcaron a la protesta, pero también al ejercicio de la autoorganización en asambleas, en barrios, fábricas, comunidades, experiencias culturales o comunicacionales alternativas (“ensayos instituyentes orientados a devolver el manejo de la cosa pública al pueblo”, según plantea Casas en su artículo).
La década transcurrida desde entonces fue pródiga en cambios políticos y coyunturas que atravesaron al conjunto de la sociedad argentina. Primero, con la rebelión aún latiendo, se sucedieron operaciones al interior del PJ que culminaron con la presidencia de Eduardo Duhalde y con su intento de clausurar aquel incipiente proceso y disciplinar la participación popular a los tiros, en la Masacre de Avellaneda. Después, Néstor Kirchner logró gradualmente aplacar ánimos y expectativas haciendo concesiones a la agenda popular, a la vez que iba recomponiendo garantías a determinados sectores del poder. Ya en el 2008, la confrontación con las patronales agrarias y con algunas corporaciones mediáticas logró alinear ciertos ánimos populares tras el proyecto de gobierno, sin disimular la continuidad de los negociados con otras multinacionales ni el sostenimiento de las estructuras políticas más conservadoras.
Pero esa política que se mueve por arriba no es la única política. Especialmente si se trata de seguir las huellas de toda aquella potencia que se expresó en diciembre de 2001 en la modalidad de autoorganización, protagonismo popular y radicalidad en la búsqueda de soluciones a las crisis cíclicas a las que parece estar condenada nuestra sociedad en el contexto del actual capitalismo global.
Las huellas hoy, mirar abajo
Mientras los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner recompusieron la situación al interior del régimen político y se fueron legitimando en una porción de la sociedad, otros procesos sociales prefirieron no descartar aquellas búsquedas asamblearias y autónomas. Las fábricas recuperadas y autogestionadas por sus trabajadores estabilizaron un conjunto de experiencias inéditas a nivel mundial; los movimientos campesinos desarrollaron organizaciones de base desde las que resistir a un modelo agroexportador que los agobia; expresiones del fragmentado movimiento piquetero dieron vida a propuestas de organización barrial a nivel educativo, laboral o cultural. Incluso experiencias que no tuvieron una fuerte presencia en aquella coyuntura de la rebelión, asumieron la dinámica asamblearia como puntal de su organización y sus luchas. Ejemplo de esto son la Unión de Asambleas Ciudadanas que en los últimos años agrupó a las luchas antimineras y medioambientales, la Red Nacional de Medios Alternativos, o el movimiento universitario independiente y combativo que se animó a la disputa institucional. En la clase obrera asalariada, surgieron comisiones internas que debieron enfrentar no sólo a las patronales sino también a las burocracias sindicales, y que lo hicieron afirmándose en una sólida propuesta asamblearia y de acción directa.
De todas formas, esta división entre “política” por arriba y “movimientos sociales” por abajo debe ser leída no como una virtud sino como una limitación del proceso abierto a partir de 2001.
Es cierto que, en distintas medidas, aquellos procesos sociales nutren o son parte de distintas apuestas políticas: algunos miran con agrado al gobierno e intentan sobrellevar la contradicción entre sus luchas y ese apoyo a través de fórmulas “de apoyo crítico”; otras experiencias se han propuesto desbordar los límites de lo social para constituir organizaciones político-sociales que se puedan embarcar en una búsqueda propia de protagonismo político desde la izquierda. La vocación de “hacer política” por buena parte de nuestro pueblo estuvo presente a flor de piel en el 2001 (en un escenario de rebelión y de insurrección más que de organizaciones que pensaran planificadamente la política). Hoy, transcurridos 10 años, las realidades son otras y por eso la forma de expresar esa voluntad política también cambió. Pero. de una forma u otra, el balance aparece con claridad: si en aquel momento una alternativa realmente transformadora no tuvo lugar se debe a las limitaciones propias de quienes propugnaron un cambio radical más que a la habilidad de quienes gobernaron los últimos años reconstruyendo consensos para sostener “lo posible”.
A 10 años de aquellas jornadas de diciembre, las perspectivas para insistir con un proyecto de país que supere los límites del posibilismo y permita una sociedad justa, son notoriamente mejores. Por un lado, perviven y se desarrollan en la base de la sociedad los elementos prefigurativos de esas nuevas lógicas de organización y de intervención que vieron la luz en 2001; por otro, nuevas generaciones de jóvenes manifiestan una mayor vocación por hacer “política”.
Para quienes vivieron la coyuntura de 10 años atrás como una posibilidad inconclusa, superar con propuestas integradoras la escisión entre una “política por arriba” y una dinámica social por abajo parece ser el desafío de la etapa.AQUÍ va la primer parte del texto (lo que se ve de una) A partir de aquí la segúnda parte del texto (lo oculto para ver con leer más)