Por Darío Aranda
El diaguita Javier Chocobar fue asesinado en Tucumán el 12 de octubre de 2009. Sandra Juárez, campesina santiagueña, murió el 13 de marzo de 2010 cuando enfrentaba una topadora. El qom Roberto López fue asesinado el 23 de noviembre cuando la policía de Formosa reprimió un corte de ruta donde se reclamaba por tierras ancestrales. El gobernador Gildo Insfrán es aliado incondicional del Gobierno Nacional. Quizá por eso ningún funcionario del Gobierno cuestionó la represión al pueblo originario. Al contrario: el jueves al mediodía la presidenta Cristina Fernández de Kirchner compartió una videoconferencia con Insfrán, transmitida en directo por Canal 7. Abundaron las sonrisas y felicitaciones por la inauguración de una obra eléctrica. Ninguna mención hubo sobre el asesinato. En ese mismo momento, en la comunidad indígena se daba sepultura a Roberto López y el discurso gubernamental de defensa de los derechos humanos entraba, quizá como nunca antes, en el mundo de la hipocresía.
“Este Gobierno no reprime la protesta social”. Lo dijo el ex presidente Néstor Kirchner infinidad de veces. Lo repitió (y repite) la Presidenta, ministros, legisladores. Siempre fue una afirmación cuestionada por sectores sociales de izquierda y siempre fue, también, la bandera de los intelectuales orgánicos del kirchnerismo. Ningún intelectual o periodista que apoya este Gobierno denunció el asesinato y la directa vinculación del gobierno nacional. Algunos, los menos, llegaron hasta Insfrán. Pero no a la responsabilidad de la Casa de Gobierno.
Gildo Insfrán fue vicegobernador de Formosa entre 1987 y 1995. Ese último año asumió la gobernación, cargo que mantiene hasta la actualidad. Veintitrés años en el poder provincial. Nada que envidiar a los gordos sindicales. Insfrán apoyó a Menen, a Rodríguez Saa y a Duhalde. Y fue de los primeros gobernadores en respaldar a Néstor Kirchner. Sobrevinieron siete años de apoyos mutuos.
Dentro de los espacios indígenas de Argentina, Formosa es vista como uno de los paradigmas de la represión y hostigamiento permanente. Desde hace décadas las comunidades y organizaciones sociales denuncian el régimen, que muy poca difusión tiene en los medios de tirada nacional. “Exigimos respeto” es el título de la investigación de Amnistía Internacional sobre la situación de los pueblos originarios de Formosa, donde describe la violación sistemática de derechos humanos, el despojo de territorios ancestrales, la pobreza estructural y un aparato político-estatal que margina y coacciona a los pueblos indígenas. Durante dos años Amnistía trabajó junto a comunidades originarias de la provincia y comprobó la violación de derechos constitucionales, omisiones del derecho internacional, maltrato y discriminación institucional, y coacciones propias de la dictadura militar: seguimientos policiales intimidatorios, amenazas anónimas y secuestro de personas. “El gobierno provincial no sólo ha contribuido a la violación de derechos, sino también a reforzar la situación histórica de discriminación, exclusión y pobreza de las comunidades indígenas”, afirma Amnistía.
La Jefatura de Gabinete, el Ministerio de Justicia, el Ministerio del Interior y el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (dependiente de Desarrollo Social) recibieron la investigación de Amnistía. Nada hicieron.
En abril de 2009, y durante un prolongado corte de ruta, indígenas del Pueblo Wichi también murieron en la ruta formoseña. María Cristina López, de 22 años, y Mario García, de 48. Ambos pedían lo mismo que la Comunidad La Primavera, respeto a sus derechos (consagrados por frondosa legislación nacional e internacional) y, sobre todo, exigían territorio. Murieron de mezcla de hambre, frío y enfermedades curables en centros urbanos. Los medios nacionales no dieron cuenta de esas muertes. Muchos menos el gobierno nacional.
Cuando se trata de pueblos indígenas se ejercita un doble estándar: los derechos humanos son para sectores urbanos, medios y, en lo posible, blancos. Esa discriminación la denuncian desde hace años los pueblos originarios, pero tuvieron que contar con una “voz autorizada” para amplificar su pesar: “El genocidio indígena está invisibilizado por una cuestión de clase social y de etnia”, afirmó en 2008 el juez de la Corte Suprema de Justicia Raúl Eugenio Zaffaroni. Y retrucó: “En la última dictadura militar se avanzó sobre un sector de clase media activo en política, inclusive con un segmento universitario. Por ello se lo reconoció fácilmente como genocidio. Todo depende del sector social que sufre la represión y de su capacidad para hacerse oír en público”.
Chocobar, Juárez y López, sólo tres de una larga lista, no eran clase media urbana. Sus muertes no cuentan (para muchos sectores) como violación a los derechos humanos.
Luego del asesinato de Mariano Ferreyra, oficialismo y oposición se tiraron culpas sobre quién cargaría con la muerte y el costo político. La clase política y la corporación periodística tiraron pescado podrido según su conveniencia. Todos querían despegarse de José Pedraza. Luego de la represión formoseña nadie del oficialismo necesitó esbozar una diferencia. Asumen, y actúan en consecuencia, que el kirchnerismo es Insfrán, que Insfrán es el kirchnerismo. Y que el costo político y social del asesinato indígena no se asemeja a otras muertes. Un indígena no es comparable, creen, con María Soledad Morales, Carlos Fuentealba, Darío y Maxi. Un asesinato indígena pareciera no tener costos políticos.
Sin embargo, la complicidad de Cristina Fernández de Kirchner con Gildo Insfrán no es la mayor responsabilidad con la que debe cargar el kirchnerismo. Las causas profundas de la represión a los pueblos originarios y las comunidades campesinas es el modelo extractivo: monocultivo de soja, minería a gran escala, monocultivo de árboles, agrocombustibles y el avance de la frontera petrolera son políticas de Estado. El menemismo creó la ingeniería legal para esas industrias, y el kirchnerismo es la continuidad y profundización de ese modelo extractivo.
Sólo dos ejemplos concretos: el monocultivo de soja y la minería nunca antes crecieron tanto como en estos últimos siete años. Nunca antes se usaron tantos agroquímicos, se desmontó y se explotó recursos naturales como en la última década. Y el avance de estas industrias implica el avasallamiento de las poblaciones rurales pobres, con la violación de derechos humanos a cuesta.
En Argentina, y también en el continente, el modelo extractivo avanza y se fortalece con el apoyo de los gobiernos provinciales y nacional.
Los pueblos indígenas y campesinos tienen múltiples diferencias, pero una gran coincidencia: la necesidad del territorio, y el convencimiento para defenderlo. La conflictividad rural es una consecuencia lógica, y la represión es la respuesta estatal y privada a esa resistencia.
Salta, Misiones, Santiago del Estero y Chaco no tienen mucho que envidiar a Formosa en cuanto al tratamiento represivo de campesinos e indígenas. Todas provincias alineadas con el gobierno nacional. Al igual que San Juan y La Rioja, donde la represión recae sobre asambleas socioambientales que rechazan la minería. La oposición también hace lo suyo: Neuquén, Río Negro y Chubut siguen el ejemplo represivo de Formosa y tampoco merecen la crítica de la Presidenta.
La muerte de Néstor Kirchner fue el hecho que motivó a intelectuales y periodistas para repasar y remarcar las justas medidas que el Gobierno tomó en favor del pueblo.
El asesinato de Roberto López, originario del Pueblo Qom, debiera ser (al menos para quiénes dicen estar del lado del pueblo) el momento justo para denunciar la violación de derechos humanos y, sobre todo, la complicidad política que ocasiona esos asesinatos.
Optar por el silencio es muy parecido a decir que los pueblos originarios “algo habrán hecho”.
Darío Aranda
27 de noviembre de 2010.
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