(Revista Sudestada).- El sistema de clientelismo en las calles, como todo, ha variado de modo sustancial con el paso del tiempo y con los cambios de gestión, pero no se ha modificado en su esencia.
Mientras el escenario político sigue empujando a cualquier observador atento hacia un mapa falsamente polarizado, no deja de llamar la atención la ingenuidad con que se aborda un fenómeno ya afianzado en los barrios del conurbano bonaerense (donde se concentra el 25 por ciento del electorado nacional) y en algunas provincias del interior. Para quienes describen al aparato clientelar como un mero diagrama electoralero que se tensa sólo para convocar masa maleable en los actos partidarios como un modo de ganar posiciones en la rosca interna; no hay manera de comprender el vínculo entre el punterismo y, por ejemplo, la metodología ilegal de “recaudación” policial. El sistema de clientelismo en las calles, como todo, ha variado de modo sustancial con el paso del tiempo (incorporando al manejo de planes sociales, otras fuentes de recursos más provechosas) y con los cambios de gestión, pero no se ha modificado en su esencia. Lejos del debate que rodea a los medios de comunicación de uno y otro sector, lejos de estadísticas manipuladas y de noticias tergiversadas, lejos de los intereses que defienden cada uno de sus alfiles en este presente de conflicto, hay un mecanismo que se expande a la vista de todos. Es la realidad palpable en la calle. No hay negocio más rentable que la política. Lo saben los punteros y los intendentes. Lo saben los comisarios y los mercenarios.
Es probable que cualquier mención a la dinámica que asume el punterismo en la provincia de Buenos Aires, en un contexto de fuerzas en pugna, sea observado como un argumento a favor o en contra de un proceso que se encamina hacia nuevas elecciones, como si eso fuera a generar algún cambio de fondo. Pero lo cierto es que la mecánica no sólo se ha mantenido durante décadas, con cambios de nombre y de proyecto en el gobierno, sino que ha mutado sus formas, y va camino a condicionar cualquier apreciación seria sobre la actualidad política local. Ignorarlo sería asumir un discurso funcional a aquellos que siguen sacando provecho de un presente de crisis.
Para quienes pensamos que el presente de los trabajadores no puede ser dirimido tan sólo entre dos alternativas de poder, el grotesco del aparato en funciones a la vista de todos, con una impunidad asegurada por el garante policial, incorporado ya a la vida tradicional de cada barriada, no puede señalarse como anecdótico. El problema es que aquellos que suponen que se trata de un elemento pintoresco o lateral a la hora de referirse a la contienda política, terminan actuando, en el mejor de los casos, como cómplices de una metodología que sigue subestimando la capacidad de reacción del sector menos beneficiado por la fiesta de unos pocos en un país que sigue a la espera de una opción real y revolucionaria, que confronte con corporaciones monopólicas pero también que arrase de una vez por todas con una cultura política que garantiza la continuidad del negocio más rentable.
¿Por qué Sendero?
En América Latina, Sendero Luminoso es todavía hoy un tema maldito. Complejo por las desviaciones autoritarias en su interior, inaccesible por su funcionamiento sectario, demonizado por la prensa comercial en Perú, sin bibliografía importante en nuestro país; se trata de una historia que no puede generar indiferencia. Investigar a Sendero es desnudar, también, la actuación de un Estado terrorista (el que manejaron con impunidad el ex presidente Alberto Fujimori y su asesor de Inteligencia, Vladimiro Montesinos) que durante una década militarizó a la población y enfrentó a pobres contra pobres; pero es a la vez la oportunidad de reconocer los peligros de un proyecto originalmente revolucionario cuando naufraga en las manos de un grupo de dirigentes que vulgariza el marxismo y repite muchos de los mismos vicios del sistema que pretenden derribar (racismo, terror, nula democracia interna).
Es probable que la nota que publicamos en esta edición no termine por aclarar los grises que rodean al pasado peruano, pero vale este mínimo acercamiento a un conflicto cuyas consecuencias se respiran todos los días, de modo disímil, en el campo y en la ciudad.
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