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miércoles, 11 de noviembre de 2009

OPINIÓN: INSEGURIDAD, CONSECUENCIA DE LA DESIGUALDAD

Por Beto Piaggi

  Una tarde de invierno, en el áspero conurbano. Estaba desocupado, y el Diego ese día, había gambeteado el laburo. Tomando unos mates, hablando de nada, escuchamos ruidos en el patio. Salimos y encontramos a Clodomiro bajando del techo; con bolso, campera, carpeta, una 22 y una barreta en mano. Por suerte, estaba incómodo con tanto lastre y no pudo disparar bien. Tiró tres veces, mientras forcejeábamos los tres (salí con mate en mano, terminé lleno de yerba y, mientras me apuntaban a los dientes, sólo pensaba en cómo me había doblado la rodilla). Terminamos en el piso, cinco manos en el 22 y el caño nos pasó entre ojo y ojo, hasta que logramos desarmarlo.
  Lejos del pensamiento colectivo oficial, la reacción no fue de violencia. Mientras vaciaba el cargador, y sacaba la última bala de la recamara, Diego hacia sociales con Clodo. Estuvo siete años en Sierra Chica y recién salido, tenía todas las puertas cerradas. “Que voy a llevar a casa hoy…”. Diego le dio ropa, le tiró unos mangos que tenia a mano y se atajó: “ no por miedo eh... acá siempre que golpees, te vamos a tirar una mano”. Le devolví la barreta y la 22, abrí la puerta y le dije que se fuera. Justo cuando estábamos por seguir los tres con nuestras rutinas, apareció la policía. No queríamos decir nada, pero me encontraron las balas en el bolsillo y ahí, terminamos todos esposados y de rodillas. Lamentablemente todo saltó, Clodomiro se fue esposado y tuvimos a la policía durante horas en casa.
  En resumen, Clodomiro terminó con perpetua, y los que nos robaron fueron los policías. Cuando nos revisaron, además de balas nos sacaron plata. Con tanto lio, nos dimos cuenta, cuando todos se habían ido.
  El más transa de todos, el que no hacía chiquitaje, era el testigo Carlitos. Un loco que se acababa de bajar del Roca y lo agarraron de las orejas para que salga de testigo. Cuando se fueron los canas, volvió a golpear las manos. Me ofreció negocios turbios, ya que había escuchado que andaba sin laburo (falsificaciones de recibos de sueldo, para comprar en Frávega y “vamo y vamo” con el botín…).
  Cuando ya no quedaba ni Carlitos, me puse a limpiar. Entre yerba, agujeros en la pared y sangre (Clodo, en el forcejeo, se lastimó la mano), había quedado la carpeta del colegio del visitante. La miré un rato, y me acordé de los tantos pibes de mi barrio, que tuvieron historias parecidas. Los kumpas de la canchita de la esquina, que vomitó el sistema y durante toda su vida, les recordó a golpes, que estaban afuera.
  Cualquier solución seria, llevaría a cambiar las reglas del juego. A patear el tablero, de los que se enriquecen con este sistema que siembra desigualdad, hambre, armas y drogas. Y nos impone como única solución posible, el matar y ocultar las miserias que él mismo reproduce. Yo no quiero vengarme de nadie. Al pibe lo entendí, y mi bronca es con el que nos quiere marcar las reglas del juego.