“No quiero ir más que hasta el fondo”. Ese fue el último verso que Alejandra Pizarnik dejó en el pizarrón de su departamento.
Antes, la autora de La condesa sangrienta desnudó sus fantasmas y obsesiones a través del estigma de sus versos, oscuros y lánguidos. Una historia de naufragio, ausencia y la búsqueda interminable de la palabra exacta.
Por
Nadia Fink y
Mariano Garrido
Lomas de Zamora (Revista Sudestada).- ¿Dónde está el silencio? ¿En la otra orilla está el silencio? ¿Dónde? ¿En el medio del océano? ¿Lejos de todos? ¿En una noche cualquiera de París está el silencio? ¿En Buenos Aires y sus noches? Alejandra camina por alguna recóndita calle de París o Buenos Aires, o sobre la noche misma, y tal vez se hace preguntas. ¿En la muerte está el silencio?
Un tránsito con movimientos oscilatorios y lleno de preguntas. Quizás Alejandra se las habrá hecho aquella noche de septiembre de 1972. Tal vez fue ese errar, ese recorrer y extraviarse, el que derivó en la búsqueda del silencio como el lugar de descanso, como el espacio para estar a salvo. Una dosis de cincuenta pastillas de Seconal sódico, un sueño permanente. De todas las formas posibles de morir, de darse muerte, excederse con pastillas para dormir puede ser lo más parecido a acariciar un sueño eterno, un silencio arrullador. La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante, podría decirle una de sus muñecas que la mira, entre las otras muñecas maquilladas como ella, en ese escenario creado para su última función.
Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar, había escrito en 1964, siete años antes. Como un mantra, como un presagio aparece el sueño, tanto en su acepción de anhelar algo, como de dormir. Y también aparece el morir al pie de la letra.
El departamento de la calle Montevideo (y una madrugada con la noche que se extiende).