(Colectivo La Llamarada).- El viejo tiene 77 años. Habla, y le tiembla la voz. (Será la ansiedad, y no flojera.) Está sentado de frente al tribunal. Cuenta todo pausadamente, sin evitar los detalles. Acompaña su relato con los gestos de sus manos; su pulso se sacude levemente. (Serán los años, y no miedo.) El recuerdo y lo que cuenta son un puente que une aquella mesa de tortura donde un comisario sádico lo picanea, con esta sala, donde el antiguo verdugo es el acusado. Julio también se llama el mes; 2006: la mano gruesa de albañil de López señala a los asesinos. Allí está el testimonio valiente de este viejo, secuestrado y torturado en 1976 por grupos de tareas de la Policía Bonaerense. Su palabra, y la de otros testigos, será clave en esta causa. El principal acusado, el excomisario Miguel Etchecolatz, que torturó personalmente a López y asesinó a militantes frente a él, será condenado en ese juicio. Pero Julio no podrá presenciar el veredicto: ese 18 de septiembre, fue secuestrado por segunda vez.
“Estamos como el primer día”, declara hoy Rubén, su hijo. Cinco años después, la investigación está empantanada; la verdad, escondida; y la impunidad, consagrada. Ésa contra la que López peleó y por la que guardó en su memoria cada detalle para dar testimonio cuando llegase el momento.
Mientras la lucha de muchos organismos de DD.HH. independientes del gobierno ha logrado que por el llamado “Circuito Camps” sean sentados en el banquillo 26 genocidas en una misma causa, poco se ha podido avanzar en la llamada “Causa López”. Lejos de la complacencia oficial, estos organismos no se callan, y denuncian la inacción de fiscales y jueces que se han paseado por la causa. Señalan, además, la pasividad de los gobiernos provincial y nacional. En una investigación errática donde se incluyen testimonios de videntes y parapsicólogos, donde cada tanto se ven irrupciones mediáticas con algún anuncio tan rimbombante como inocuo, no se ha indagado mínimamente al entorno fascista del torturador Etchecolatz, ni a las redes de la Bonaerense, que cuenta con la nefasta experiencia, logística e impunidad para llevar a cabo un crimen como la segunda desaparición del albañil.
Pero toda historia tiene sus contracaras. En julio de este año, a casi un lustro exacto de aquella valiente declaración que diera López, distintas organizaciones sociales y de Derechos Humanos denunciaron penal y públicamente a Gerardo Martínez, jefe del sindicato de la construcción (UOCRA) desde hace más de 20 años. La acusación: ser miembro del Batallón 601 del Ejército, nada menos que desde la dictadura hasta –al menos- el año 84. Su labor, entre otras, obrar como alcahuete de los genocidas; como un delator. El joven que a los 22 años ingresó a la UOCRA como empleado administrativo, y que según cuentan nunca tomó un ladrillo con sus manos, pobladas por anillos de oro en lugar de callos, hizo su aporte para el exterminio de más de 100 obreros de su rama, albañiles como López. Quien fue cómplice del desguace privatizador menemista, y es hoy Secretario de Relaciones Internacionales de la CGT, se inició como “servicio”, según consta en las nóminas del personal de inteligencia del Ejército en dictadura desclasificadas recientemente. Pero no es ése el único lugar en que figura: la presencia de Martínez junto a los sucesivos gobiernos peronistas, y en particular junto al actual, es inocultable.
Mientras la desaparición de Julio López es ninguneada desde los discursos presidenciales, Martínez, que no ha sido indagado judicialmente todavía, forma parte del elenco estable del sindicalismo oficialista. Uno fue a fondo en una lucha contra la impunidad; el otro fue informante de los genocidas para que asesinen obreros de su gremio. Uno fue albañil, un laburante de siempre; el otro vive como un magnate gracias a las penurias de sus afiliados, que se juegan la vida colgando de los andamios, haciendo casas siempre para otros. Uno es un albañil; el otro, un impostor. A uno lo buscan las organizaciones populares ante la indiferencia y el encubrimiento estatal; el otro visita la Casa Rosada.
Tal vez éste sea algo más que un ejemplo, que un posible contrapunto entre un Abel y un Caín. Tal vez sea una instantánea de una realidad compleja, en la que las banderas de los derechos humanos pretenden ondear, arrebatadas, en manos de un gobierno que cuenta con doce muertos en poco más de un año, todos por la represión abierta sobre manifestaciones populares. En esos crímenes, de estrecha ligazón con el poder político, el aparato policial se complementó con la mafia civil que conforma la burocracia sindical: tal fue el caso del crimen de Mariano Ferreyra, tal el del Parque Indoamericano, donde actuaron punteros municipales armados del SUTECBA. El jefe de la UOCRA está impune. Las conocidas patotas de su sindicato, que este año sirvieron como grupo de choque contra los docentes en huelga de ADOSAC en Santa Cruz, tampoco han sido investigadas; sí en cambio, se judicializó a los propios docentes por cortar rutas y se ilegalizaron sus medidas de fuerza. Similar suerte corre la causa del Parque Indoamericano, aunque allí los 12 procesados se reparten en porciones iguales entre dirigentes barriales acusados por la toma de tierras, y policías filmados mientras pateaban en el piso a un joven ensangrentado. Ninguno de los 3 homicidios de ese diciembre cuenta con detenidos.
La CGT, columna vertebral de este gobierno, según sus propias arengas, muestra a Moyano, antiguo delfín de la ultraderecha peronista en la Concertación Nacionalista Universitaria (CNU), vinculada a las AAA.; a Pedraza y a Zanola, presos por asesinato y falsificación medicamentos para enfermos terminales, respectivamente; y ahora, también, a Martínez, buchón del Ejército. El pueblo en lucha reclama por los muertos de Jujuy, los Qom, los pibes que asesinó la policía en Bariloche; Luciano Arruga, López, Silvia Suppo… Demasiados casos para tratarse de anomalías o conspiraciones de la derecha, excepto que se entienda que ésta no es ajena al gobierno.
La impunidad muestra de vuelta su rostro en septiembre. Así será hasta que no sepamos qué hicieron con nuestro compañero Julio López. Sin embargo, perduran sus palabras, acusando a policías y milicos, inmortalizadas y atesoradas en busca de un tiempo realmente justo, buscando su lugar en la Historia. Los Martínez, los Moyano, esperan también su lugar en la Historia: el del basurero, a donde el pueblo alguna vez los confinará. Parece escucharse el testimonio de López todavía. Su voz se sacude. (Debe ser la edad, porque este albañil, por más viejo que esté, no se achica ante los verdugos.)
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Fuente: Revista Sudestada.