La democracia no se puede reducir únicamente al voto; el
voto es un elemento fundamental de la constitución democrática de los
estados: se garantiza derechos, se garantiza pluralidad. Pero paralela y
complementariamente hay otras formas de enriquecimiento de lo
democrático. Esas formas son la plaza, la calle: la democracia
callejera, la democracia plebeya.
Es la democracia que ejercemos en las marchas, en las avenidas, en los sindicatos, en las asambleas y en las comunidades. La democracia de la calle, la democracia de la plaza, la democracia del sindicato, la democracia de la gente reunida para deliberar sus asuntos: para protestar, para marchar, para posesionar, para defender, para apoyar.
Es la democracia que ejercemos en las marchas, en las avenidas, en los sindicatos, en las asambleas y en las comunidades. La democracia de la calle, la democracia de la plaza, la democracia del sindicato, la democracia de la gente reunida para deliberar sus asuntos: para protestar, para marchar, para posesionar, para defender, para apoyar.
Es la única manera en la que las democracias contemporáneas pueden salir de la vivencia fósil de la experiencia democrática.
Hoy muchos países del mundo tienen sistemas electorales, tienen sistemas democráticos pero son democracias fósiles.
Sus ciudadanos apáticos, recluidos en sus casas, con la mantequilla y el pan suficiente para el día: ¿en qué intervienen? ¿qué deciden? ¿Deciden el destino de su barrio? ¿Deciden el destino de su departamento? ¿Deciden el destino de su país? ¿Deciden los despidos? ¿Deciden las inversiones? ¿Deciden el crecimiento de la economía? ¿Deciden la asignación presupuestaria para salud y educación? No lo hacen. Lo hace una minoría, una élite, una casta.
La única manera en que la democracia en el mundo puede rejuvenecer, revitalizarse, abandonar su estado de institución fósil, repetitiva, aburrida y monopolizada por élites o por castas es la vigencia, el vigor y el complemento de la democracia de las calles.