Por Jesica Lorena Pla.
.-Hubo otro país, otro país que producto de la “apertura” se quedó sin trabajo, porque las fábricas cerraron y ese otro país trabajaba en las fábricas. Si no tenías trabajo, no tenías ingresos. Si tenías trabajo, no había ni aumentos, ni paritarias, ni posibilidades de proyectar. Si no tenías ingresos, daba igual si el dólar valía un peso, dos, cuatro, si se podía comprar o si no se podía comprar, si había que declararlo o no había que declararlo. Daba igual.
Daba igual si se podía viajar o no se podía viajar. Cuando la vida cotidiana te apremia, los problemas son otros. Esas preocupaciones no están en el horizonte de lo posible. No había cadena nacional. Tampoco había “planes para todos”.
Mi abuelo era obrero gráfico. Lo echaron en 1982 porqué la fábrica “quebró”. Después de ahí no volvió a encontrar “trabajo”, trabajo en serio, “en blanco” (como es el trabajo para quienes fueron obreros toda su vida); hizo lo que pudo, pero unos años después falleció. Mi abuela tenía dos hijos grandes, varios nietos y dos hijos adolescentes. La pensión era poca, los remedios se pagaban, y los hijos mayores la ayudaban como podían, mientras intentaban mantener su pequeño taller por cuenta propia al compás de una apertura al mundo que no parecía estar beneficiándonos. Mi abuela compraba en el mercado central, si podía comprar, y si no, iba a ver qué encontraba para traernos, cosas que después mi mamá se ingeniaba el modo de cocinar.
Cuando mi abuela fue a protestar, por sus derechos, como el derecho que todos reconocen a manifestar en reclamo de lo “justo”, la policía irrumpió en la “olla popular” que estaban haciendo (la onda cacerolazo todavía no se había impuesto, las cacerolas se usaban para cocinar, para alimentar, como corresponde), se llevó en andas a ella y a todos los viejos que la acompañaban, se llevaron todas las cosas que jamás nos devolvieron (porque las cosas eran nuestras, porque las cosas se las prestaron los hijos, los vecinos, los amigos para acompañarla en su protesta)…. se la llevaron presa, y no es un eufemismo, se la llevaron presa y mis tíos tuvieron que ir a sacarla… No fue la única vez, muchas y muchas otras veces la volvieron a llevar, a ella y a muchos otros compañeros, jubilados, piqueteros, “perdedores” de un sistema que benefició a pocos y perjudicó a muchos de nosotros.
En esa época no había cadena nacional. Tampoco había “planes para todos”. Tampoco había jubilaciones dignas, ni aumentos programados, ni trabajo. Tampoco había libertad de expresión; si te quejabas, te llevaba la cana, “por la razón o por la fuerza”, no importa si eras mujer, mayor, ni si el reclamo era justo o no.
El jueves por mi barrio no escuché una cacerola. Por Constitución, que andábamos justo por ahí con Emi tampoco. Por el de mi amiga Karina, en Avellaneda, tampoco. Son todos barrios populares, barrios “al sur”, barrios con las marcas visibles de la desigualdad social. Y no escuché una cacerola. Mi mamá que vive allá por el “tercer cordón” prendió la tele y me llamó para preguntarme qué pasaba, porque no entendía nada, porque “allá” no pasaba nada.
Pero aún más, no importa. Hubo dos, tres, miles o millones de cacerolas, no importa; estuvieron ahí, reclamaron por la inseguridad y la falta de justicia, por el totalitarismo y la falta de libertad. No escuché sobre la actuación policial ni sobre algún incidente. Se expresaron como ciudadanos responsables y después se volvieron a sus casas.
A mi abuela, en cambio, siempre había que ir a buscarla a la comisaría…
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