Por Miguel Ángel Ruiz
Llegó un día y me dijo:
voy por los sueños que tuvimos todos.
Lo miré con ternura,
con el desdén amable del desesperanzado,
y él empezó a marchar.
Blandía su bastón-varilla-estaca-amansalocos-sable
y a su paso se ampliaba la espesura del aire,
descolgaba retratos de monstruos tormentosos,
desmalezaba tanta Patria baldía,
le respiraba boca a boca a la vida
para que nuevamente nos pariera a las calles
a dejarnos empujar por pibes indomables
y poner a resguardo del tumulto al abuelo,
silla en pared, sonrisa complaciente,
memoria vieja en la justicia nueva.
Avanzó sin parar, cayera quien cayera,
mandándolo al carajo al patrón oxidado,
y eran tantos tras él cuando quise alcanzarlo
que, cuando me acerqué, él ya no estaba.
O estaba, sí, pero multiplicado
forzándome a buscarlo en los ojos de todos,
eterno en su locura,
para enseñarme que las utopías
no son todos los sueños,
sino los que todavía
no hemos realizado.
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