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viernes, 4 de septiembre de 2009

EDITORIAL: MANO DURA

Ante la inseguridad, mano dura.
Es casi natural que cada vez que nos encontramos ante la necesidad de resolver un emergente intentemos buscar una salida fácil, cómoda, sencilla. A veces funciona. Otras, y lamentablemente son muchas, aquello no es más que un deseo, y entonces es imperioso superar la desazón y enfrentarse al problema a través de un análisis profundo y serio de la situación.
A un presidente argentino, a quien muchos aún honran en actos solemnes, se le ocurrió que los desórdenes sociales podían reducirse notablemente creando una ley que prohibiera la “vagancia”, la ociosidad de miles de gauchos pendencieros y afectos a la bebida que alteraban la nueva vida de campos rectangulares, alambrados, legales, con su debido propietario. Miembros de las clases altas, innumerables entre la burguesía creciente y algunos pobres entregados al país del progreso y del liberalismo, aplaudieron la medida: vieron en ella una solución fácil, cómoda, sencilla. Estaban ciegos –o pretendían estarlo- frente a la raíz más compleja del problema, que remitía inevitablemente al despojo de tierras con que el estado argentino dejó sin nada, a través de los aparatos jurídico y militar, a miles y miles de humildes pobladores rurales, tanto mestizos como aborígenes. Era gente “ociosa”, es cierto, gente desplazada de un proyecto de país que no los consideraba a la hora de repartir sus frutos. Y esto, que puede parecer anecdótico, es una excelente oportunidad para comprender cómo una profunda injusticia social se puede transformar en causa de los males de la sociedad. Porque el país que se inauguraba allá por 1860 iba a estar sustentado en ese pecado original, en la desigualdad económica, política y social, a partir de la cual es una imbecilidad pretender una sociedad en armonía. Décadas después la historia misma demostraba que sólo se estaba escondiendo basura bajo la alfombra.
Un asesinato conmueve a El Bolsón y la comarca. El caso impacta como cada vez que la realidad nos obliga a vernos cara a cara con la muerte. Nos imaginamos, sin lograrlo, la impotencia infinita, la bronca incontenible de los amigos y familiares. Exigen justicia, que el asesino –que ya fue capturado- termine en la cárcel. Pero se alza también un coro funesto, potenciado por los ecos de los grandes medios de comunicación que desde hace tiempo vienen predicando que la violencia y la represión estatales son la única y verdadera solución a la inseguridad. Más policías, dicen. Más controles. Discursos análogos a esos que ya escuchamos en televisión, de la mano de un empresario textil que prefirió conservar su dinero a la vida de su hijo, o de un advenedizo millonario -con posibles conexiones con los carteles de la droga colombianos- que ganó recientemente las elecciones. El impulso natural a buscar soluciones fáciles ahora está perversamente alentado, como modo único de pensar, por los grandes medios. La ingenuidad gana así terreno en las conciencias encajonadas de algunos. Más policías.
En Chubut hay muchos policías. Son implacables. Los uniformados chubutenses ya son famosos, entre otras barbaridades, por los aberrantes operativos llevados a cabo en Corcovado, donde allanaron y destruyeron decenas de casas sin orden judicial, golpearon a la gente e instauraron un verdadero estado de sitio como en las peores épocas de nuestra historia. Por esos días, en Corcovado la inseguridad vestía de azul, usaba armas reglamentarias y tenía como nombre el de una institución que supuestamente se encarga de proteger a la población.
El Bolsón quizás no cuente con muchos efectivos, pero vimos bastantes, aquel 2 de febrero de 2008, en la plaza Pagano, observando impávidos cómo una patota municipal desalojaba a golpes, garrotazos y a punta de armas blancas a trabajadores artesanos. Hace pocos meses hubo muchos reunidos: medio centenar. ¿Se enfrentaban a una banda de narcotraficantes? ¿Estaban por desbaratar una mafia de piratas del asfalto? ¿Una red de prostitución? Nada de eso. Protegían a lamentables funcionarios del Ministerio de Educación que pretendían llevar adelante un acto ilegal. Allí estaba el cordón policial, aquella triste jornada en la escuela hogar, presto a golpear a los cientos de docentes que osabaran exigir que las cosas se hicieran como marca a ley.
Más policías. Quizás tengamos el honor de que destinen algunos de los tantos uniformados que fueron señalados como cómplices de mafias dedicadas al secuestro de personas. Como los implicados en el Triple Crimen de Cipolletti. O como los policías de Choele Choel, que fueron sorprendidos mientras trataban de “blanquear” a una menor prostituida a través de documentos falsos; policías que por supuesto gozan de plena libertad y circulan entre nosotros como respetables ciudadanos. El caso del secuestro y asesinato de Otoño Uriarte, en 2006, incluía entre sus hipótesis la posible conexión con una red de trata de personas en connivencia con policías y funcionarios judiciales y políticos. (Un dato curioso: el radical Iván Lazzeri se mostró sospechosamente molesto cuando se difundieron las escuchas telefónicas que dejaban “pegados” a los agentes del orden de Choele Choel.) El crimen de Otoño sigue impune, y parece chiste de mal gusto suponer que con más policías (o más jueces o más políticos) se va a hacer justicia con los miserables que le cortaron la vida a los 16 años.
Más policías. Como esos que vinieron desde Bariloche, con ropa de civil, y asaltaron el supermercado Todo, acá, sobre la ruta 40, y fusilaron al cabo Cornejo, que no tenía ni 20 años.
Sólo una mirada encajonada, impulsada por las campañas mediáticas del odio y la violencia, puede seguir sosteniendo que la inseguridad se soluciona con mayor presencia policial o militar. Las fuerzas del orden, tan corrompidas como el estado, tienen una función que nada tiene que ver con el bienestar del pueblo: mantener este esquema de injusticia, proteger a los poderosos y aplastar a los disconformes o a los marginales que esta misma sociedad genera. Los grandes acumuladores de dinero apoyan eufóricos y entusiastas el programa de “más seguridad”, que no es más que la militarización de la sociedad. De esa manera aseguran, por un tiempo al menos, conservar sus obscenos privilegios sobre una sociedad empobrecida. Quizás por eso Romera, que debería estar en la cárcel por corrupto, se apresuró a poner su cara en la primera fila de las manifestaciones de repudio al asesinato del trabajador remisero. Quizás por eso grandes empresarios locales como el señor Guasco pretenden levantar las banderas de la mano dura en El Bolsón.
La felicidad del pueblo es la única garantía de seguridad social. Y la felicidad de cada persona sólo se logra cuando encuentra que la sociedad le guarda un lugar para crecer material y espiritualmente. Claro, la solución no es fácil, implica nada más ni nada menos que reestructurar todo el orden social. Implica que los privilegiados pierdan sus privilegios en pos del bien común. Implica justicia. Justicia en todo sentido.