El Bolsón (ANPP).- El caso del multimillonario Joe Lewis es uno de esos fenómenos que funcionan como “revelación” de lo dado, que nos obliga a cuestionar aquello que nos enseñaron a no cuestionar. Es que colocó en el centro del debate el tema de la tierra.
La soberbia cultura occidental, bajo cuyo influjo dominante crecimos como personas, ha creído desde hace más de cinco siglos que el individuo humano está por encima de todas las cosas. El humanismo europeo paría un sujeto individualista, emprendedor, con sus fuerzas liberadas para saciar su sed de poder. Grandes filósofos del viejo continente fueron dando forma a esa nueva manera de ver la relación de cada ser humano con sus semejantes y con la naturaleza. Esa manera se resume en el afán de poder a cualquier costo, en la destrucción.
Así, los semejantes sólo pueden ser vistos, según esta lógica, como seres de los cuales extraer algún provecho a través del dominio o de la violencia: como esclavos, como asalariados, como desocupados (cuya existencia garantiza la precarización de los que tienen la “suerte” de trabajar). Caso contrario, deben ser exterminados.
La ecuación se aplica idéntica, mecánicamente, científicamente, a los restantes seres de la naturaleza: el entorno debe ser arrasado en pos del “beneficio” inmediato que alimentará por poco tiempo el insaciable espíritu de la codicia. Agua, tierra y aire, animales y plantas, todo sucumbe en las fauces del “progreso” occidental. Y si algo obstaculiza a esa fuerza de destrucción deberá, otra vez, ser destruida.
La soberbia occidental nos quiere hacer creer que el individuo humano ha ocupado la silla del creador en el universo y que, como tal, goza de prerrogativas que lo eximen de dar cuenta a nadie de sus atrocidades.
La educación occidental ilustra la composición de una planta descuartizando sus partes. Una madre mapuche, en cambio, enseña a sus hijos a pedir permiso a los pehuenes antes de recolectar sus frutos. El objeto de conocimiento, para Occidente, es pasible de manipulación, de dominio y de destrucción. Para los pueblos originarios no hay objetos: naturaleza y humanos son parte de lo mismo.
El hombre de mente occidentalizada dice: “Esta es mi tierra”. El mapuche refuta, con modestia y cierta lástima por el primero: “Yo soy de la tierra”. El contraste entre los modos de ver el mundo es tan claro que enceguece. Como enceguecen, ahora sí, las razones por la cuales Lewis ni ningún otro ser humano puede avasallar un territorio, un fragmento de nuestra madre.
Estamos en la vida de paso. Nada, en rigor, es nuestro más que el breve tiempo que alguna fuerza superior decidió regalarnos. Pertenecemos a la tierra, a ella volveremos. La tierra no es de nadie, de ningún ínfimo y pretencioso ser humano. No son más que brutales vejaciones la parcelación, el negocio inmobiliario, la modificación irresponsable del entorno. La tierra, como una buena madre, quiere atender a todos sus hijos, por igual, brindar sus horizontes a nuestra contemplación extática o hacer brotar los alimentos que necesitamos para vivir. Pero debemos respetarla.
Demoliendo montañas, construyendo represas, apropiándose de lagos, envenenado las pampas, construyendo miles y miles de cabañas, deforestando, pavimentando metros y metros cuadrados de suelo, llenando el aire de humos tóxicos, vertiendo basura a las aguas, condenado a nuestros hermanos a no tener dónde vivir, se hace cualquier cosa menos respetarla.
Sólo respetando a nuestra madre nos respetaremos a nosotros mismos, como hermanos. Otro multimillonario, Georges Soros, ha dicho una vez ante sus pares que algo debía cambiar en la política y la economía mundiales, que algo había que hacer porque así la humanidad caminaba hacia el desastre. Fue un destello de lucidez dentro del delirio desenfrenado de la codicia, semejante al que tienen algunos drogadictos sin retorno cuando dicen, impotentes, que deben curarse en tanto son concientes de que han perdido totalmente la voluntad para lograrlo.
El contraste entre la filosofía occidental y la originaria nos da indicios de dos mundos, de dos futuros posibles. En el primero la especie humana habrá salido por el foro, de forma bochornosa y patética, como un mal actor abucheado, para nunca más volver al escenario de la vida.
En el segundo (sólo allí) está la esperanza.