Figuras que por lo general no eran emuladas como autoridad, sino que rozaban las experiencias contemporáneas desde un cálido aire de familiaridad, de inspiración ante contextos desfavorables para las luchas de los pueblos por su emancipación. Los años pasaron, Darío terminó el colegio secundario y dejó atrás sus actividades en las escuelas y las luchas estudiantiles. Volcó luego todas sus energías militantes a la construcción de los Movimientos de Trabajadores Desocupados. Y si bien fundó un movimiento en el barrio en el que se crió (el complejo Don Orione, en Claypole, distrito de Almirante Brown) y sus últimos meses lo tuvieron como uno de los principales impulsores de unas tomas de tierras en las que cientos de familias, como él, pudieron empezar a construir sus casas en la zona de Monte Chingolo (distrito de Lanús), nada de eso era realizado por que sí, o porque le había “tocado” estar ahí. Si algo rescataba Darío en su día a día era la interpelación guevarista de la subjetividad. Y la voluntad inquebrantable para oponerse a lo dado en cada momento. Y si durante esos meses finales se abocó a coordinar talleres de Educación Popular con mujeres y hombres integrantes de los movimientos de desocupados (esos que día a día intentaban paliar el hambre con proyectos autogestivos de trabajo comunitario, ligados fundamentalmente a la alimentación, como eran las huertas, comedores, merenderos y panaderías), y a impulsar proyectos como el emblemático de la Bloquera (con la cual construir bloques de cemento para edificar las viviendas y espacios comunes de los vecinos en los distintos barrios), fue por una vocación militante de intervenir en aquello que él, y el núcleo político del que participaba, habían definido como el “sector más dinámico” de las luchas populares de la Argentina de la época. Darío, al igual que Maxi, también dibujaba, aunque más como un pasatiempo que otra cosa. Llegó a cursar unas pocas clases del Ciclo Básico Común en la Universidad de Buenos Aires, para la carrera de Historia. Pero abandonó rápidamente. Sin embargo, su vocación por estudiar la historia argentina, latinoamericana y mundial estaban siempre presentes. Uno de los últimos libros que leyó fue una biografía sobre Espartaco. Siempre insistía en la importancia de la bandera argentina en las luchas libradas por el pueblo en estas tierras, y solía –pese a su terquedad– estar abierto al debate sobre las necesidades políticas que cada momento requería. Once años después de su asesinato es imposible saber que diría ahora, qué pensaría. Los humanos somos esa clase de bichos que suelen construirse en su andar. No hay nada previo que nos defina, que establezca una esencia a partir de la cual podamos decir que seremos de un modo para siempre. Lejos de la mirada de Jorges Luis Borges, que planteaba que un gesto bastaba para descifrar el futuro de una persona, sospecho que nunca podemos saber de antemano que hará una persona. El ejercicio contra-fáctico es entonces en vano. Puedo sospechar, eso sí, que Darío estaría hoy en día, con toda su testarudez, insistiendo por no adormecer la mirada crítica. Con el contexto sí, pero también con el propio comportamiento individual y colectivo. No estoy seguro, pero intuyo que inquietaría con sus posiciones, tratando de “mover el avispero”, en la búsqueda por no atarse a dogmas que congelen las posibilidades de intervenir en los acalorados debates y combates que la época propone.

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martes, 25 de junio de 2013
DARIO Y LA JUVENTUD MILITANTE EN ARGENTINA
Figuras que por lo general no eran emuladas como autoridad, sino que rozaban las experiencias contemporáneas desde un cálido aire de familiaridad, de inspiración ante contextos desfavorables para las luchas de los pueblos por su emancipación. Los años pasaron, Darío terminó el colegio secundario y dejó atrás sus actividades en las escuelas y las luchas estudiantiles. Volcó luego todas sus energías militantes a la construcción de los Movimientos de Trabajadores Desocupados. Y si bien fundó un movimiento en el barrio en el que se crió (el complejo Don Orione, en Claypole, distrito de Almirante Brown) y sus últimos meses lo tuvieron como uno de los principales impulsores de unas tomas de tierras en las que cientos de familias, como él, pudieron empezar a construir sus casas en la zona de Monte Chingolo (distrito de Lanús), nada de eso era realizado por que sí, o porque le había “tocado” estar ahí. Si algo rescataba Darío en su día a día era la interpelación guevarista de la subjetividad. Y la voluntad inquebrantable para oponerse a lo dado en cada momento. Y si durante esos meses finales se abocó a coordinar talleres de Educación Popular con mujeres y hombres integrantes de los movimientos de desocupados (esos que día a día intentaban paliar el hambre con proyectos autogestivos de trabajo comunitario, ligados fundamentalmente a la alimentación, como eran las huertas, comedores, merenderos y panaderías), y a impulsar proyectos como el emblemático de la Bloquera (con la cual construir bloques de cemento para edificar las viviendas y espacios comunes de los vecinos en los distintos barrios), fue por una vocación militante de intervenir en aquello que él, y el núcleo político del que participaba, habían definido como el “sector más dinámico” de las luchas populares de la Argentina de la época. Darío, al igual que Maxi, también dibujaba, aunque más como un pasatiempo que otra cosa. Llegó a cursar unas pocas clases del Ciclo Básico Común en la Universidad de Buenos Aires, para la carrera de Historia. Pero abandonó rápidamente. Sin embargo, su vocación por estudiar la historia argentina, latinoamericana y mundial estaban siempre presentes. Uno de los últimos libros que leyó fue una biografía sobre Espartaco. Siempre insistía en la importancia de la bandera argentina en las luchas libradas por el pueblo en estas tierras, y solía –pese a su terquedad– estar abierto al debate sobre las necesidades políticas que cada momento requería. Once años después de su asesinato es imposible saber que diría ahora, qué pensaría. Los humanos somos esa clase de bichos que suelen construirse en su andar. No hay nada previo que nos defina, que establezca una esencia a partir de la cual podamos decir que seremos de un modo para siempre. Lejos de la mirada de Jorges Luis Borges, que planteaba que un gesto bastaba para descifrar el futuro de una persona, sospecho que nunca podemos saber de antemano que hará una persona. El ejercicio contra-fáctico es entonces en vano. Puedo sospechar, eso sí, que Darío estaría hoy en día, con toda su testarudez, insistiendo por no adormecer la mirada crítica. Con el contexto sí, pero también con el propio comportamiento individual y colectivo. No estoy seguro, pero intuyo que inquietaría con sus posiciones, tratando de “mover el avispero”, en la búsqueda por no atarse a dogmas que congelen las posibilidades de intervenir en los acalorados debates y combates que la época propone.