por Christian Grecco
Sobre esa tierra amarilla, casi tostada, casi escondida de la tierra negra, oscura, rabiosa, camina una mujer. Su cuerpo es como el de mi abuela, ancho, bamboleante, imposible de ocultar. Sus ojos también. Son oscuros, y miran llorando. Son dos puntos negros, intensos, algunas veces ásperos, que nadan en dos mares blancos: uno de brújula precisa, el otro de rosa de los vientos incontrolables.
La mujer que camina y viene hacia mí sonríe. La tierra en la que apoya sus pies también. La tierra se llama, o la han bautizado, allá a lo lejos y algunos hombres que no fueron sus hijos, São Vicente.
Se trata de una isla que está perdida o encontrada, esto nunca se sabe, en una parte del océano Atlántico pegada al África. Se trata de una isla unida por volcanes a ese pedazo del mundo que gran parte de la humanidad blanca se empeña en olvidar, que niega por el puro miedo a reconocerse y encontrarse naciendo. El país que contiene la isla, que no es una sino que son varias más, se llama Cabo Verde. La mujer, Cesaria Evora.
La gente de su pueblo, entendida en cercanías, la llama Cize y ella ofrece la blancura de sus dientes felices cada vez que escucha ese nombre corto, sencillo, agasajador. Tiene motivos para
sonreír. Le gusta que su gente la vea ir y mezclarse en ellos como lo ha hecho toda su vida. Cize, que no tuvo las cosas fáciles, que como muchos de su tierra sufrió las soledades paternales y los exilios, que entró y salió del círculo invisible del alcohol, que cantó y calló de golpe para volver a cantar, se ha hecho una mujer sabia. Aprendió a ser feliz con los bailes, con las lágrimas, con las palmas, con las voces y con los aplausos de los caboverdianos que se fueron acercando día a día a sus cantos de voz suave, entradora y maternal. Cize, que también es Cesaria, que también es Evora, pero que fundamentalmente es Cize, porque así la quiere su pueblo, es hoy la cantora de Cabo Verde porque no ha tenido nunca la infeliz ocurrencia de dejar de lado su pasado.
Se crió en un lugar donde las lluvias nunca fueron buenas y donde la tierra se puso amarilla de tanto luchar contra la sal del mar que la rodeaba. Vivió sus años de adolescencia sabiendo que una runfla de portugueses colonialistas dirigía con mano de hierro un trozo de territorio que no les correspondía. Conoció, algunos años más tarde, la revolución triunfante de su pueblo en armas contra el ocupante extranjero y guardó, entre los sueños de libertad e independencia, los poemas de Amilcar Cabral con el único objetivo de cantarlos en todos los bares del mundo. Como la mayoría de sus compatriotas, Cize fue y regresó a su isla varias veces aceptando la ironía de una tierra en la cual los alimentos y las riquezas se reparten con la misma inequidad con que se mueven las nubes en el cielo al momento de volverse agua. Cuando el cuerpo le comenzó a decir que ya había andado demasiado, que ya no se podía seguir yendo y viniendo como si la edad no importara, se instaló en Mindelo, su ciudad natal, y desde allí, rodeada de músicos, cantó sus mornas y sus coladeras en cuanto café encontrara abierto y tuviera vista al mar.
Esa mujer que viene hacía mí, con el cabello recogido, espeso, negro y pintado de blanco, se llama Cize y se parece a mi abuela. Está cansada, busca una silla, se recoge el vestido blanco con flores amarillas que le llega hasta los tobillos y cuando el mar está cerca, ella lo mira de la misma forma que sabía mirar mi abuela: con amor.
En ese mar, en esa tierra movediza que algunas veces une las islas, que otras las separa, que muchas veces seduce las costas del continente, está su vida. Ahí, alzándose en olas y alejándose en espuma, quebrándose en sal sobre las playas, tiritando en los muelles de piedra, sorprendiendo las barcas de los pescadores, está la voz de Cize. Los amores de esos hombres y mujeres que abandonan la tierra por obligación son el alma de sus canciones. Las nostalgias del exilio, del pago que se deja pero no se olvida, son el espíritu de sus mornas. Las desazones del clima, los paisajes de su isla, los vientos que no dejan lluvia, impregnan las cadencias de sus cantos. Las alegrías de los carnavales, de los encuentros en los cafés, de los bailes bajo el cielo pleno de estrellas salpicando la tierra amarilla alientan el aire movedizo de sus coladeiras.
Esa es Cize: una mujer que viene hacía mí sonriendo. Una mujer que sin haber hecho nunca el esfuerzo de ser reconocida, lo terminó siendo por lo que representó para su gente.
Es cosa de blancos y de letreros comerciales todo aquello de los pies descalzos, de las falsas divinidades. Ella lo sabe, lo sabemos nosotros que la vemos caminar, venir hacia nosotros, cantarnos con su voz de mujer simple, hermosamente humana, acariciadora como son las voces de las abuelas que nos han festejado, con comidas caseras y miradas de ternura, la vida. Su pueblo caboverdiano lo sabe mejor que nadie: nunca perdió el tiempo en averiguar si ella usaba o no zapatos. Solamente se dedicó a escucharla en vida y a llorarla cuando decidió no estar más en São Vicente ni en ninguna otra parte más.
Cize nos cantó todas esas vivencias que son comunes a la gente del tercer mundo. Por eso podemos bailar y llorar con ella. Por eso podemos sentarnos y verla venir hacia nosotros como si fuera una más. Por eso nunca le miramos los pies: porque preferimos la humildad de su sonrisa.
* Nuestra despedida a la querida Cesaria, que falleció el 17 de diciembre pasado.
Envíenos su nota, opinión o información al correo: delpueblo.prensa@gmail.com