El Bolsón (ANPP).- Siguen las opiniones sobre los graves hechos de muerte y represion en Bariloche. Nota de Ernesto Tenembaum el 24 de junio para El Argentino.com
Por Ernesto Tenembaum
Como si fuera una pesadilla que se resiste a abandonarnos, esta semana la muerte volvió a mostrar su rostro amenazante en el país. Cuesta mucho escribir estas líneas en medio de las celebraciones por los éxitos de la selección, pero los hechos ocurren cuando los hechos ocurren, y nada se me ocurre más trascendente en estos días que lo sucedido en San Carlos de Bariloche.
La verdad es que, con la excepción de episodios dantescos como la bomba contra la AMIA, el incendio de Cromañón o la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, es difícil encontrar en la última década y media de historia argentina un hecho represivo tan grave.
Para ser sintéticos:
Primero, un policía mata por la espalda, de un tiro en la nuca, a Diego Bonefoi, un nene de quince años.
Luego la policía misma reprime a los manifestantes que protestan por el asesinato. De esta manera, más de veinte personas deben ser internadas, heridas de gravedad. Y, en este contexto, otras dos personas son asesinadas.
Ha ocurrido en estos años que la policía mató a manifestantes, como en Neuquén con Carlos Fuentealba o en la estación Avellaneda, con Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Pero no había sucedido aún que la policía matara y luego volviera a matar a quienes protestaban por el primer asesinato. Las reacciones ante las muertes de Fuentealba o Kosteki y Santillán tuvieron efectos políticos que perduraron por muchos años. Un presidente –Eduardo Duhalde– debió entregar el poder antes de lo previsto por el segundo episodio y un gobernador –Jorge Sobisch– vio terminar su carrera política por el asesinato de Fuentealba.
Por diversas razones –una de ellas es el Mundial– se corre en estos días el riesgo de que los crímenes de Bariloche se agoten en un par de marchas de las víctimas y en la sanción para, apenas, un responsable.
El gobernador de la provincia se llama Miguel Saiz, es radical –en estos tiempos alineado con el gobierno nacional– y sólo ha pedido que no se hiciera “política” con la “tragedia”. Ninguna autoridad de primera línea recibió a los familiares de las víctimas. La Defensora del Pueblo de la provincia de Río Negro, Ana Piccinini, acumula desde hace meses denuncias por violaciones a los derechos humanos por parte de la policía local, que el Poder Ejecutivo local prefirió no atender.
El episodio de Bariloche se produce en un contexto enrarecido en el cual, durante el último año y medio, ya son varias las muertes o desapariciones producidas por responsabilidad policial. Y es muy curioso –por llamarlo de una manera cuidadosa– que los poderes involucrados –el gobierno nacional, los provinciales– no dan una sola señal para poner límites a la seguidilla.
Vale la pena repasar los hechos para que se entienda de qué se trata.
El 31 de enero del 2009 desapareció Luciano Arruga, un adolescente de La Matanza. Luciano había sido presionado por la Bonaerense para que robara y entregara el botín a la policía. Hay testimonios de presos que lo vieron en la comisaría de su barrio. El libro de ingresos de detenidos a la comisaría tiene una hoja arrancada justo del día que Luciano desapareció. Los policías fueron trasladados. Pero nunca el gobernador Daniel Scioli recibió a la familia, que tampoco fue atendida ni escuchada por representantes del gobierno nacional.
En noviembre del año pasado, la Policía Federal reprimió salvajemente y sin ninguna razón a centenares de jóvenes que esperaban para entrar a un recital del grupo Viejas Locas en la cancha de Vélez. La represión fue filmada por el programa GPS que conduce Rolando Graña en América TV. En el marco de ese episodio perdió la vida Rubén Carballo, otro pibe pobre, al igual que los tres de Bariloche y que Luciano Arruga. El locuaz jefe de Gabinete Aníbal Fernández apenas respondió con evasivas sobre el tema. Las versiones que dio la policía apuntaron a culpabilizar a la víctima –“estaba borracho”, “se colgó de un lugar peligroso para colarse en el estadio”– y nunca aclararon nada sobre la represión.
La Defensora del Pueblo de la Capital Federal, Alicia Pierini, tiene muy documentados también los secuestros y desapariciones de Jonathan y Ezequiel Blanco, quienes sufrían amenazas por parte de la Policía Federal, hasta que fueron asesinados y sus cuerpos fueron ocultados durante semanas. Los familiares son sometidos a un largo peregrinar y no logran que nadie, salvo Pierini, los escuche.
En la misma semana que ocurrió lo de Bariloche, se produjo otro hecho llamativo. La policía intentó evitar un asalto en Ramos Mejía y los delincuentes trataron de huir con un rehén. Se produjo entonces un tiroteo, pese a que la mujer del rehén rogaba a los agentes que no dispararan porque temía por la vida de su esposo. Finalmente, Emiliano Martino cayó abatido. A los dos días, el gobernador Daniel Scioli salió a explicar que la bala asesina no había provenido de la policía. “Viola el secreto del sumario”, le respondió el papá de Emiliano. Marcelo Saín, experto en seguridad y ex jefe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria de este gobierno, sostuvo: “Es una barbaridad que la policía abra fuego en ese contexto y que el gobernador la respalde. Siempre, el objetivo supremo de la policía consiste en preservar la vida”. En cualquier caso, el tiroteo de Ramos Mejía es menos espectacular pero remite a lo ocurrido en octubre de 1999 en Ramallo.
Saín forma parte, junto con otros dirigentes políticos y de organismos de derechos humanos como el ex ministro León Arslanian, el fiscal Hugo Cañón o el director del CELS, Gastón Chillier, de la Asamblea por la Seguridad Ciudadana, que, en un comunicado referido a los asesinatos de Bariloche, destaca:
“Los sucesos ocurridos ayer son una consecuencia directa de delegar la gestión de la seguridad en funcionarios que ya estaban comprometidos con el funcionamiento irregular de las policías y ponen de manifiesto la necesidad de replantear por completo la gestión de este tema en la provincia. El funcionamiento del BORA, un grupo que ya cuenta con graves denuncias por hechos de violencia en otras localidades de la zona como El Bolsón, tiene que ser revisado de manera urgente. La Justicia deberá establecer además las sanciones que les caben, tanto a los miembros de este grupo, como a los efectivos de la policía provincial y a los responsables políticos de su accionar. Es necesario hallar a los culpables y garantizar que el asesinato de Bonefoi y las dos muertes ocurridas durante la represión no permanezcan impunes”.
Un elemento político insoslayable es que todas las policías mencionadas –la rionegrina, la Bonaerense y la Federal– están bajo la conducción de funcionarios del gobierno nacional o de sus principales aliados en cada una de las provincias. El silencio de las autoridades nacionales respecto de estos temas es, cuanto menos, muy elocuente y, de no corregirse, pondrá tarde o temprano bajo tela de juicio una de sus mejores logros, que es el del respeto puntilloso por los derechos humanos. No debería haber diferencias en las reacciones cuando las muertes o las desapariciones las produce una policía vinculada a Duhalde, a Sobisch, a Scioli, o a Saiz porque, si las hay, se generarían naturales sospechas acerca de la existencia de una sensibilidad políticamente direccionada. Es curioso, dicho sea de paso, el entusiasmo que suscita en cierta militancia la denuncia merecida contra la UCEP de Mauricio Macri, y la indiferencia frente a estos hechos incomparablemente más graves. Como si hubiera una vara distinta para medir la vida, la muerte y todo lo demás.
“Queremos una policía que nos cuide, no una policía que nos mate”, dijo Sandro Bonefoi durante el entierro de Diego, su hijo asesinado.
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