El Bolsón (ANPP).-Reproducimos esta excelente nota de Diana Lenton para La Revista Anfibia:
(Revista Anfibia).-
A pesar del maltrato recibido durante siglos, no hay
constancia, hasta hoy, de la existencia de un proyecto secesionista, y
mucho menos, violento, entre los líderes mapuche, tal como dijeron
algunos funcionarios. La especialista Diana Lenton explica la historia y
desanda las mentiras difundidas ante la desaparición de Santiago
Maldonado, la falaz vinculación con grupos extranjeros que coloca a
ciudadanos argentinos como un “otro externo”, y cómo se elude la
responsabilidad del Estado y se criminaliza a los indígenas.
Fotos: Marcelo Martínez
En los últimos días una serie de hechos puso en las portadas de los
medios y en las bocas de varios funcionarios de gobierno el llamado
“conflicto mapuche” en la Patagonia. Un conflicto que algunos de ellos
prefirieron titular como “guerrillas mapuches” o “terrorismo mapuche”.
El provecho político reside en la escalada, y entonces, a medida que
pasan las horas, el titular es cada vez más el “terrorismo”, sin ninguna
otra consideración.
La cuestión gira en torno a las características atribuidas al preso político mapuche Facundo Jones Huala,
su familia y su comunidad, y a las organizaciones con las cuales se lo
relaciona. El conflicto en sí no es nuevo aunque tuviera una
extraordinaria difusión en las últimas semanas, estimulada por la
coyuntura electoral. Hasta la desaparición de Santiago Maldonado, un
joven bonaerense adherente a la causa mapuche, en el contexto de una de
tantas represiones ilegales y violentas encaradas por las fuerzas
armadas en el territorio mapuche.
En este punto no quiero ceder a la tentación de demorarme en la
vergonzosa cobertura que los medios vienen haciendo de esta cuestión.
Desde el “descubrimiento” que hizo Clarín en enero de este año, de
Facundo Jones Huala como “el mapuche violento que le declaró la guerra a
la Argentina y Chile”, en una nota plagada de errores acerca del origen
y la biografía del protagonista, de las características de las
organizaciones e inclusive de los datos concretos de las supuestas
“víctimas” del peligroso terrorista. Hasta la participación decisiva del
mismo diario y otros en la viralización de las acusaciones del
Gobernador de Chubut, Mario Das Neves, quien llegó a la
irresponsabilidad de acusar al Juez Federal de Esquel, Guido Otranto, de
actuar en “connivencia con delincuentes” a raíz de su decisión de no
hacer lugar al pedido de extradición de Jones Huala a Chile, en
noviembre de 2016.
El juez sostenía no haber podido comprobar las acusaciones, por un
lado y, por otro, que el proceso judicial incluyó “confesiones”
obtenidas bajo tortura por personal policial. A este atropello a la
independencia judicial le siguió la nueva detención de Facundo en junio,
y la duplicación ilegal de su juzgamiento por los mismos hechos, tal
como vienen denunciados desde Chile: portación de armas y daños a
vehículos e inmuebles. La prensa argentina suma –aunque no está en el
expediente- violencia contra personas. Cabe agregar que mientras de este
lado de la cordillera descubrimos el “terrorismo mapuche”, del otro
lado se van cayendo las mismas causas –que involucran a muchísimas
autoridades políticas y religiosas de los mapuches que viven en Chile-
por la evidencia del fraude que pesa sobre ellas. Decenas de dirigentes
mapuches se encuentran en prisión en Chile por causas muchas veces
nimias, que ocultan en todos los casos la represión del reclamo mapuche
en cualquiera de sus formas.
Mientras se utilizó hasta el paroxismo la imagen de un camión quemado
a principios de este año, así como otras fotografías de personas
encapuchadas junto a símbolos mapuche, que le permitió a ciertos medios
explotar fantasías de un combo que remite a
Chiapas-Gaza-Libia-y-Euskadi-todo-junto, fue mucho menos difundida la
tremenda imagen de Emilio Jones con su cara baleada, en una de tantas
entraderas de la policía provincial en Cushamen. Menciono esta imagen
para afirmar que no se trata de carencia de recursos informativos, sino
de una decisión política activa.
Como dije antes, no quiero ceder a la tentación de centrarme en el
delirio mediático, tema que podría ser analizado mucho mejor por
personas más expertas. Sin embargo, en esta historia no puede faltar,
por su gravísima incidencia, la mención del pésimo armado de la nota que
el programa Periodismo Para Todos tituló como “La amenaza armada que
preocupa al gobierno”. Dentro del estilo que ya le conocemos, de recorte
y pegue de imágenes superpuestas de modo pretendidamente “casero”, se
intercalan fotos de los protagonistas de esta historia, publicadas en
otros medios, con acciones de otros lugares del planeta, fotos de
camiones quemados, al estilo en que un alumno de primaria “ilustra” con
figuritas su tarea escolar. Mientras tanto, la voz en off va soltando
nombres, cifras y datos que impresionan. No se entiende muy bien por qué
se entrevista a un periodista chileno que no sabe mucho del caso local.
Luego, un par de minutos de una entrevista a Facundo Jones Huala en la
que el recorte es evidente. Y en medio de tanta falsa torpeza, se
insertan dos hechos a los que se dedica, curiosamente, bastante más
tiempo: por un lado, el ataque a la Casa de Chubut en Buenos Aires, en
la misma semana, por parte de un grupo sin identificación que sólo
realizó pintadas con el conocido símbolo anarquista, y escribió como
único mensaje: “Aparición de Seba El lechu” (sic). Esto alcanzó para que
Jorge Lanata adjudicara el golpe a una célula del terrorismo mapuche.
Curiosa organización terrorista ésta, que no reivindica el golpe en
ningún comunicado, pierde la oportunidad de escribir su nombre en las
paredes, y al demandar la aparición del aún desaparecido, confunde su
nombre… ya que Seba, “el lechu”, se llama en realidad Santiago.
Mientras se utilizó hasta el paroxismo la imagen de un camión quemado
a principios de este año, así como otras fotografías de personas
encapuchadas junto a símbolos mapuche, que le permitió a ciertos medios
explotar fantasías de un combo que remite a
Chiapas-Gaza-Libia-y-Euskadi-todo-junto, fue mucho menos difundida la
tremenda imagen de Emilio Jones con su cara baleada, en una de tantas
entraderas de la policía provincial en Cushamen. Menciono esta imagen
para afirmar que no se trata de carencia de recursos informativos, sino
de una decisión política activa.
Como dije antes, no quiero ceder a la tentación de centrarme en el
delirio mediático, tema que podría ser analizado mucho mejor por
personas más expertas. Sin embargo, en esta historia no puede faltar,
por su gravísima incidencia, la mención del pésimo armado de la nota que
el programa Periodismo Para Todos tituló como “La amenaza armada que
preocupa al gobierno”. Dentro del estilo que ya le conocemos, de recorte
y pegue de imágenes superpuestas de modo pretendidamente “casero”, se
intercalan fotos de los protagonistas de esta historia, publicadas en
otros medios, con acciones de otros lugares del planeta, fotos de
camiones quemados, al estilo en que un alumno de primaria “ilustra” con
figuritas su tarea escolar. Mientras tanto, la voz en off va soltando
nombres, cifras y datos que impresionan. No se entiende muy bien por qué
se entrevista a un periodista chileno que no sabe mucho del caso local.
Luego, un par de minutos de una entrevista a Facundo Jones Huala en la
que el recorte es evidente. Y en medio de tanta falsa torpeza, se
insertan dos hechos a los que se dedica, curiosamente, bastante más
tiempo: por un lado, el ataque a la Casa de Chubut en Buenos Aires, en
la misma semana, por parte de un grupo sin identificación que sólo
realizó pintadas con el conocido símbolo anarquista, y escribió como
único mensaje: “Aparición de Seba El lechu” (sic). Esto alcanzó para que
Jorge Lanata adjudicara el golpe a una célula del terrorismo mapuche.
Curiosa organización terrorista ésta, que no reivindica el golpe en
ningún comunicado, pierde la oportunidad de escribir su nombre en las
paredes, y al demandar la aparición del aún desaparecido, confunde su
nombre… ya que Seba, “el lechu”, se llama en realidad Santiago.
Por otro lado, Lanata también inserta en medio de la nota la
referencia a otro hecho policial, el crimen del policía José Aigo, aún
impune, sucedido en marzo de 2012 en el paraje Pilo Lil en Neuquén. Se
muestra a los hermanos de la víctima relatando los hechos, aunque queda
en evidencia que no creen en una autoría mapuche del asesinato. Por el
contrario, se identifica a dos de los acusados por el hecho, ciudadanos
chilenos, actualmente prófugos. Dos supuestas organizaciones armadas
chilenas se habrían adjudicado el hecho. En este episodio, donde resultó
asesinado un policía mapuche, cuyo apellido concuerda con una de las
comunidades mapuche más reconocidas de la provincia, la justicia
atribuye el móvil al narcotráfico y el contrabando y sigue los pasos de
dos prófugos que no son mapuches. Sin embargo, por obra y arte de PPT,
la causa “estaría relacionada” con el movimiento mapuche en Argentina.
Cabe destacar además que Lanata evitó prolijamente mencionar al tercer
acusado en el hecho, un “hijo del poder” de la sociedad de Junín de los
Andes, que fue apresado en el marco de esta causa. La desaparición de
Maldonado, por su parte, es mencionada sólo al pasar, para “explicar”
las pintadas sobre “Seba el lechu”. ¿No son demasiadas omisiones, junto a
la inserción de hechos violentos, en un contexto donde por más que se
busque, no aparece la violencia mapuche y en cambio sobra la violencia
estatal?
Historia genocida
Ya ha sido demostrado el carácter genocida de los avances del Estado
argentino sobre los territorios indígenas. Desde la Independencia, de
manera irregular y espasmódica, y en forma progresiva, se fue afianzando
en la clase política la idea de la necesidad, del beneficio y/o de la
impunidad del exterminio de los llamados “salvajes”. A fines del siglo
XIX la violencia estatal se volvió arrolladora. De nada sirvieron
acuerdos, tratados, pactos preexistentes, bautismos, cartas ni amistades
personales. A la expropiación territorial se sumaron las ejecuciones
sumarias, la prisión masiva, las desapariciones, la esclavitud, la
violencia sexual y el secuestro de sus niños. Algunos líderes
originarios lograron, después de años de recorrer pasillos, la
asignación de un lote para vivir con sus familias. En general, aquellos
terrenos no servían para la agricultura: de allí que hoy muchas
comunidades se asientan en zonas estratégicas para la explotación
turística, minera o petrolera. No es que los mapuches hoy quieran ocupar
esos lotes, sino que son los únicos espacios donde los dejaron
quedarse. Muchos no obtuvieron nada, y emigraron a Chile o
permanecieron, gambeteando la pobreza, como peones de estancias o
trabajadores informales. En el resto del país, esta situación se repite,
con pocas diferencias. Las campañas militares de ocupación de la región
chaqueña se extendieron hasta casi la mitad del siglo XX. Los últimos
censos de población en nuestro país dan cuenta de la magnitud de la
emigración a las ciudades de la población indígena.
A partir de allí, una vez sometidos los pueblos y anulada su
resistencia, comenzó la era de la “política indígena”. Hubo innegables
avances en la consecución de políticas de reconocimiento de derechos.
Sin embargo, hasta el día de hoy permanece una falla endémica de los
estados nacional y provinciales y sus distintas agencias, en poder
resolver la omnipresente “cuestión indígena” con cierta eficacia. El
asistencialismo y el clientelismo a lo largo del proceso de
reconocimiento de los indígenas como sujetos políticos conviven con la
represión periódica de cualquier forma de reclamo más allá de los
carriles previstos, y con la profundización de condiciones
socioeconómicas que contrastan dramáticamente con los discursos de
amistad e “interculturalidad”. Los territorios “asignados” fueron
saqueados de sus recursos, hasta hacer inviable la vida comunitaria.
Lejos de resolverse, este drama se profundiza, a medida que el avance de
la frontera extractiva, en virtud de nuevas tecnologías -llámense
agricultura transgénica, minería a cielo abierto o fracking petrolero-
pone el ojo del mercado –y el brazo del Estado- sobre las comunidades.
Los numerosos convenios, acuerdos y tratados internacionales que el
Estado argentino ha suscripto en beneficio de los pueblos originarios
son sistemáticamente violados.
Más aún, la ideología proeuropea en nuestro país sostuvo la ilusión
de que la población argentina, por una u otra vía, estaba
definitivamente “blanqueada”. La invisibilización de los pueblos
originarios fue sólo interrumpida por la represión de los eventuales
conflictos. De esa manera, el Estado se acostumbró a visibilizar a las
comunidades sólo en clave de violencia.
La respuesta política de la gente indígena a esta situación es muy
diversa. La formación de organizaciones jerárquicas o liderazgos
verticalistas no es una característica de las culturas americanas. Por
el contrario, coexisten muchos jefes locales, y cada uno tiene autoridad
y autonomía suficiente como para concebir sus propias estrategias. En
el caso mapuche, la gente se identifica en comunidades o lof rurales
o urbanos, y también en organizaciones de segundo grado. Además de los
jefes comunitarios, cuyos cargos son electivos y rotativos, hay personas
individuales que devienen líderes en función de sus capacidades
excepcionales, su sabiduría y su conducta.
A pesar del maltrato recibido durante siglos, y a pesar de esta
diversidad interna que posibilita toda clase de respuestas, no hay
prueba, hasta hoy, de la existencia de un proyecto secesionista –y mucho
menos, violento- entre los líderes mapuche de este lado de la
cordillera, tal como comenzaron a agitar de la noche a la mañana algunos
funcionarios. Tal agite es una excusa pergeñada luego de la represión a
comunidades que ocupaban tierras en disputa sin que ello implicara el
establecimiento de una nueva frontera internacional. Mucho menos,
significa la anexión de una parte del territorio a Chile, un fantasma de
larga data creado en Buenos Aires y exportado a las ciudades
patagónicas, con tan poco arraigo en la realidad como puede verificarse a
partir de la pésima relación de las comunidades mapuches con el estado
chileno.
En muchos sentidos, el pensamiento político de los mapuches no es tan
diferente al de otros pueblos originarios. Como demuestran los
numerosos encuentros que suelen producirse por diversos motivos entre
dirigentes de distintos pueblos originarios de los 38 que habitan el
actual territorio nacional, los reclamos y los conceptos son comunes.
Existe una idea muy difundida de que los qom, por ejemplo, son más
“pacíficos” que los mapuches. Esta idea fue refutada no sólo
históricamente, cuando la conquista de los territorios indígenas
chaqueños le insumió al ejército nacional muchísimas décadas. También en
la actualidad, los qom son sanguinariamente perseguidos por los
gobiernos provinciales, en la medida en que obstaculizan los proyectos
de enriquecimiento de ciertas elites. Lo mismo ocurre con los diferentes
pueblos. En las estancias de Benetton o acampando en la Capital
Federal, los líderes indígenas reciben el castigo asignado a los okupas
que estropean el paisaje de la civilización.
Un prejuicio arraigado es el que refiere a los mapuche como
extranjeros. Sin embargo, el Censo Nacional de Población permite
verificar que apenas un 3,7 % de los mapuches censados en el país han
nacido fuera del territorio argentino, mientras que un 96,3% de los
mapuche son argentinos por haber nacido dentro de las fronteras de la
Argentina. El 89 % de los mapuche, además, ha nacido en la misma
provincia en la que fueron censados. Esto nos dice que a pesar de que
muchas personas creen que los mapuche son chilenos, la realidad es otra
muy diferente: la mayoría de ellos no sólo no es chileno, sino que casi
todos viven y permanecen en el pago donde han nacido.
Esto no se contradice con el reconocimiento de que la identidad
mapuche trasciende a la frontera, ya que se trata de un pueblo que ha
sido artificialmente dividido, cuyas familias quedaron, aún hoy, a ambos
lados de la cordillera, y que esta última no constituye una frontera
natural sino por el contrario, un histórico punto de encuentro. Existe
una impugnación moral de muchos dirigentes sobre los estados nacionales,
dado que la conquista se realizó por medios violentos.
En todo este contexto, la rebeldía de algunos jóvenes no tiene que
ver con una inclinación atávica ni con una tendencia criminal, sino con
simple honestidad y coherencia intelectual y afectiva. El único modo en
que un gobierno puede confrontar con esa rebeldía es cambiando
sinceramente las condiciones en que se viene relacionando el Estado con
los pueblos originarios. Sin embargo, hasta ahora estamos lejos de
visualizar semejante disposición. Por el contrario el foco de los
discursos se pone sobre los mapuche, eludiendo la responsabilidad del
estado.
Para la antología de la iniquidad, quedan las afirmaciones de nuestra
Ministra de Seguridad del “confirmado” financiamiento inglés a la
organización terrorista de Facundo Huala. Dado el escaso armamento
secuestrado en los operativos, y especialmente dada la evidente
indefensión con que cada comunidad sufre el atropello de las fuerzas
armadas, es difícil sostener esta afirmación.
Facundo Jones Huala no es el primer preso político originario en
nuestro país. Seguimos reclamando la liberación de Agustin Santillán, el
líder wichí preso en Formosa desde hace cuatro meses por visibilizar
los abusos contra su gente, en Ingeniero Juárez.
También es indispensable recordar que a lo largo y ancho del país se
suceden casi a diario los desalojos, las expulsiones, los abusos contra
las comunidades. En las últimas semanas han sido noticia los ataques
violentos a las comunidades mbyá (guaraníes) en las cercanías de San
Ignacio, Misiones.
La desaparición forzada tampoco es una práctica desconocida en el
contexto de la represión a los pueblos indígenas y a las clases
trabajadoras. Daniel Solano lleva casi seis años desaparecido en Río
Negro; Sergio Avalos, catorce años sin aparecer, y sus causas judiciales
fueron sistemáticamente operadas por los amigos del poder. Marcelino
Olaire, de La Primavera, desapareció a fines de 2016 en un hospital de
Formosa. Sus familias reclaman por ellos incansablemente.
La agitación del fantasma del terrorismo y el secesionismo mapuche en
un claro momento electoral, sin embargo, abre otros interrogantes.
¿Cuál es el rédito que obtiene el gobierno al instalar estas figuras en
la vidriera política? ¿La identificación de su agenda con el proyecto
sarmientino de erradicación de la barbarie? ¿O más bien, la fidelización
de un sector de su electorado que podría comenzar a sentirse incómodo
por la escalada represiva, a no ser que se identificara a los reprimidos
con quienes lo merecen por ser terroristas, por extranjeros,
inauténticos? En ese sentido, es tan importante reclamar al gobierno
nacional y provincial, que como responsables deben responder por la
desaparición de Maldonado y por la criminalización de Jones Huala, como
trabajar con aquellos sectores de la sociedad nacional que se
“tranquilizan” viendo terroristas en los mapuches y punteros pagos en
los linyeras de Barrio Norte. El “estado de excepción” que una parte de
la ciudadanía, azuzada por la manipulación mediática está pidiendo, es,
junto con la estigmatización de cada vez más amplios sectores de la
población, la incubadora del totalitarismo.