Mano dura para los desarrapados. Mano blanda para los poderosos. Mano dura para los olvidados que irrumpen con un piedrazo contra los vidrios del sistema. Mano blanda para los desaparecedores. Mano dura para los pibes a los que, por ley, no se les enseñará a trabajar como salida digna para la vida pero se los querrá juzgar tempranamente a los 10, 12 ó 14. Mano blanda para los usurpadores de la infancia en botines de guerra a repartir. Mano dura para el delincuente individual. Mano blanda para el estado que amedrenta o despoja. Por Claudia Rafael (Agencia Pelota de Trapo)
La cumbre de todas las justicias
decidió que un delincuente que asoló la vida en nombre del estado, que
desapareció, persiguió y torturó sea beneficiado con una ley que no
existe desde hace 16 años. Cuando a ellos nadie soñaba con que se los
podría juzgar. Esa ley había nacido en 1994 para estampar un parche
sobre la realidad de miles de presos que abarrotaban las cárceles sin
juicio ni sentencia. No son lo mismo esos miles de presos esperando años
una condena -que hasta podía ser menor que esa espera- que los
representantes del estado asesinos y torturadores, perdonados por el
estado durante más de veinte años sin que fueran juzgados.
El mismo estado –en las elevadas señorías de traje y
trajecito- hoy utiliza una ley derogada en el momento en que los
genocidas gozaban de impunidad, para beneficiarlos ahora, cuando la
justicia, muy tardía, los toca.
Era otoño del 76 cuando los televisores proyectaban la serie Swat, un grupo de elite que irrumpía con violencia y eficacia milimétrica ante casos policiales imposibles de resolver de otra manera. Esa era la ficción que llegaba desde el país del norte y que venía a coronar la crueldad que por el mismo tiempo otros grupos de choque, con menos cuidado en los movimientos y las ilegalidades, hacían realidad en estas tierras. Un tal Luis Muiña integraba uno de esos grupos. Al que también se llamaba swat y operaba en “el chalet”. Como si se tratase de esa típica casita a dos aguas de los años 50 y 60. Nada de eso, más allá de los nombres de clase media deseosa de ascenso que tenía swat y el chalet. En un día de final de marzo del mismo 1976 irrumpieron en el Hospital Posadas y en apenas 24 horas desaparecieron trabajadores, detuvieron a otros, armaron listas negras, atemorizaron, golpearon, controlaron a trabajadores y pacientes y a los habitantes de la villa Carlos Gardel, en las espaldas del Hospital. Aquel que había nacido en los años 50 por decisión de la Fundación Eva Perón.
Debieron pasar 30 años para que Muiña y otros militares e integrantes de swat fueran condenados. Y 40, para que la madre de las estructuras judiciales del país decidiera beneficiarlo con la ya derogada ley del dos por uno. Pocas veces la realidad se expone al desnudo con tanta claridad. En días de reclamo de mano dura, de gritos por más y más cárcel, de eslóganes que claman cárcel de por vida Luis Muiña, condenado a 13 años de prisión por privación ilegítima de la libertad, amenazas, tormentos y otro abanico de delitos de lesa humanidad (es decir, que lastiman a la condición humana como tal), fue premiado con ese beneficio.
La justicia se muestra cada vez más obscenamente como ese monstruo bifronte que ha sido y será. Sus dos rostros se visten de ocasión según quién se encuentre a la espera de su gracia. Los caminos de la señora que supuestamente ostenta ojos vendados bate sus palmas y se arrodilla ante los tentáculos de turno del poder. Y baja el pulgar ante los desnudos de todo cobijo, ante los desarrapados, los olvidados.
La justicia determina tajante cuáles serán los efectos de su selectividad de origen. Y plasma en sus decisiones quiénes son los peligrosos y quiénes los dignos de ser salvados. Hay quienes tienen y tendrán, según los tiempos y los contextos históricos, la infalible licencia para matar, para amedrentar, para desaparecer y enterrar en los ríos de la crueldad. Y quienes ostentan y ostentarán, tatuados con una marca indeleble sobre la piel, el pobre derecho a ser asesinados, violentados, perseguidos o arrinconados por las instituciones.
La madre de todas las justicias de la institucionalidad sistémica nombra y numera a los despojados. Los destierra y no les sostiene la mirada. Porque la dignidad sigue estando en otra parte. Lejos de los palacios y de las sentencias inapelables.
Imagen: Enrest Descals
Era otoño del 76 cuando los televisores proyectaban la serie Swat, un grupo de elite que irrumpía con violencia y eficacia milimétrica ante casos policiales imposibles de resolver de otra manera. Esa era la ficción que llegaba desde el país del norte y que venía a coronar la crueldad que por el mismo tiempo otros grupos de choque, con menos cuidado en los movimientos y las ilegalidades, hacían realidad en estas tierras. Un tal Luis Muiña integraba uno de esos grupos. Al que también se llamaba swat y operaba en “el chalet”. Como si se tratase de esa típica casita a dos aguas de los años 50 y 60. Nada de eso, más allá de los nombres de clase media deseosa de ascenso que tenía swat y el chalet. En un día de final de marzo del mismo 1976 irrumpieron en el Hospital Posadas y en apenas 24 horas desaparecieron trabajadores, detuvieron a otros, armaron listas negras, atemorizaron, golpearon, controlaron a trabajadores y pacientes y a los habitantes de la villa Carlos Gardel, en las espaldas del Hospital. Aquel que había nacido en los años 50 por decisión de la Fundación Eva Perón.
Debieron pasar 30 años para que Muiña y otros militares e integrantes de swat fueran condenados. Y 40, para que la madre de las estructuras judiciales del país decidiera beneficiarlo con la ya derogada ley del dos por uno. Pocas veces la realidad se expone al desnudo con tanta claridad. En días de reclamo de mano dura, de gritos por más y más cárcel, de eslóganes que claman cárcel de por vida Luis Muiña, condenado a 13 años de prisión por privación ilegítima de la libertad, amenazas, tormentos y otro abanico de delitos de lesa humanidad (es decir, que lastiman a la condición humana como tal), fue premiado con ese beneficio.
La justicia se muestra cada vez más obscenamente como ese monstruo bifronte que ha sido y será. Sus dos rostros se visten de ocasión según quién se encuentre a la espera de su gracia. Los caminos de la señora que supuestamente ostenta ojos vendados bate sus palmas y se arrodilla ante los tentáculos de turno del poder. Y baja el pulgar ante los desnudos de todo cobijo, ante los desarrapados, los olvidados.
La justicia determina tajante cuáles serán los efectos de su selectividad de origen. Y plasma en sus decisiones quiénes son los peligrosos y quiénes los dignos de ser salvados. Hay quienes tienen y tendrán, según los tiempos y los contextos históricos, la infalible licencia para matar, para amedrentar, para desaparecer y enterrar en los ríos de la crueldad. Y quienes ostentan y ostentarán, tatuados con una marca indeleble sobre la piel, el pobre derecho a ser asesinados, violentados, perseguidos o arrinconados por las instituciones.
La madre de todas las justicias de la institucionalidad sistémica nombra y numera a los despojados. Los destierra y no les sostiene la mirada. Porque la dignidad sigue estando en otra parte. Lejos de los palacios y de las sentencias inapelables.
Imagen: Enrest Descals