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Por Gonzalo Sánchez
¿Quién es Joseph Lewis, el millonario que alojó en
su casa al Presidente Mauricio Macri? En el libro “La Patagonia vendida. Los
nuevos dueños de la tierra”, publicado por Marea, Gonzalo Sánchez cuenta las
fiestas que el inglés organiza para chicos de la zona y el hospital que , a raíz de las críticas por no dejar que los vecinos visitaran el Lago Escondido,
decidió no construir en el Bolsón.¿En qué invierte el empresario?
Con el
tiempo, lo aprendí: esta clase de hombres proceda de otra forma.
–¿Podés
estar el sábado a las 12 del mediodía en la tranquera de Hidden
Lake?
Preguntó,
amable, vía mail, un asesor, Julio Álvarez.
–Bueno,
eso depende de algunas cosas –dije, después, por teléfono–. En primer lugar,
estoy atado a la disponibilidad de pasajes. Es miércoles. Buenos Aires es un
infierno y es diciembre, los vuelos se llenan más rápido en vísperas de
Navidad.
Trataba,
de la manera más elegante, de pedir margen, dos días más: ¿por qué no el
domingo o el lunes?
–Mirá,
Joe vuelve a Londres después de este sábado y reservó este
espacio para que lo conozcas. Va a venir otra gente, es
la fiesta de la familia. Confirmemos cuanto antes y decinos si venís con
alguien, así lo contamos para el almuerzo. Hay asado.
–Ok. Les
aviso.
Un pasaje
fue la salvación y San Carlos de Bariloche la última escala antes del
destino final, la ciudad de El Bolsón, al sur de Río Negro.
Del otro
lado de las montañas, en la Patagonia, esperaba el magnate (primer
detalle: término que no le agrada en lo más mínimo).
–Ya está.
Conseguí.
–Muy
bueno, te esperamos: anunciate a las doce del mediodía en la entrada de
Hidden Lake.
–Ahí
estaré.
A 92
kilómetros del paraíso, en la ciudad de San Carlos de Bariloche, comienza la
historia del vecino más extravagante de la localidad de El
Bolsón. Allí el hombre tuvo un sueño y lo edificó con su fortuna. El edén
hecho a la medida del único dueño del paisaje. O el enclave, un
país dentro de otro país, el sitio donde ese hombre siente
que es el primero de los hombres.
Un punto
de partida: 1996.
Las
primeras noticias del vecino inglés en el fin del mundo fueron simultáneas con
el segundo mandato presidencial de Carlos Menem, cuando el proceso
de venta de la tierra en la Patagonia entró en una curva
ascendente y sin freno. Con la llegada de Néstor Kirchner al poder, el
“pasamanos” del espacio austral continuó con idéntica voracidad. Frenaría, en
algún sentido, muchos años después.
Pero es,
ahora, el año 2004.
El
escenario del primer acto está delimitado por una geografía popular:
frente al casco histórico del Centro Cívico de Bariloche, la
estatua del general Julio Argentino Roca, líder militar del
exterminio indígena conocido en libros de historia como “Conquista
del Desierto”, luce poderosa, plomiza y “escrachada” con
pintadas de protesta. Están, en el horizonte, la naturaleza viva,
los picos dentados del cerro Catedral. La gente y el consumo.
El dinero, el crimen (como se verá) y otro invierno
frío. La Argentina florece a tres pesos un dólar en la
capital de los egresados y el flujo de extranjeros es como
una avalancha que arrasa con todo a su paso. El
turismo VIP es cada día más premium, pero los
barrios pobres que rodean la ciudad son cada día más pobres,
y la leña, igual que todos los inviernos, cotiza como el oro.
Como la tierra, privilegio de unos pocos.
(…)
El
misterioso dueño de una porción del paraíso, Joseph Lewis, es
un señor británico de 68 años, casado, con dos hijos,
Charles y Viviane. Pero es, además, el dueño de la
sexta fortuna del Reino Unido. Eso equivale a decir que
don Joe es titular de una masa de dinero en
permanente movimiento que suma, según datos de la
revista Forbes,
2.200
millones de dólares. En la lista 2004 de los hombres más
ricos del mundo, realizada por esa misma
publicación, ocupa el puesto 356.
Lewis
vive entre Londres, Orlando, la Patagonia y las islas Bahamas, el más
exclusivo paraíso fiscal. Sabe cultivar el bajo perfil y la
discreción a ultranza. En Gran Bretaña prácticamente nadie conoce su
cara. No quiere publicidad de ningún tipo y muy pocos medios
periodísticos han podido publicar fotografías suyas. Pero sí han
contado historias y se sabe que su fuerte es la especulación financiera,
los negocios inmobiliarios a gran escala y la inversión en investigación
genética y tecnológica, entre otras cosas. Cuando habla de su filosofía en
el mundo de las finanzas, pragmático como nadie, suele resumirlo todo
en una sola frase: “Hacer lo correcto, en la forma correcta”.
Lewis
colecciona obras de arte y suele ser noticia cada
vez que destina dinero a múltiples proyectos de investigación
científica. Desde 1997, en el MD Anderson Cancer Center de Orlando,
Florida, funciona el Charles Lewis Institute –en homenaje al padre
del businessman británico–, una fundación dedicada a la
búsqueda de vacunas contra el cáncer y otras enfermedades.
Viene
de un típico hogar de clase media y no
fue a la universidad, pero eso no parece haber sido un
escollo para él. Se inició en el mundo del trabajo de adolescente, como
empleado de una empresa de catering en el
East End de Londres, el barrio de clase media de
las afueras de la capital británica donde vivían sus
padres, y muy temprano descubrió una especial capacidad para
operar con divisas. “Al principio –suele decir– mi único
objetivo era poner comida en la mesa”.
Así fue
como se volcó al mundo de las finanzas y, muy rápido, se convirtió
en agente de bolsa. Antes de llegar a ser considerando un líder de
mercado y de opinión, como sucede hoy, en la década de los 70 fundó
el Tavistock Group, una corporación que, como un pulpo,
supo expandir sus tentáculos a negocios de todo tipo. Según
dice la página web del grupo, la familia Lewis es la
accionista mayoritaria del Tavistock, y Joseph su presidente, desde luego.
Como
tal, Lewis se convirtió en uno de los
developer más extravagantes del planeta. También en
un personaje habilidoso para esquivar escándalos.
En 2001,
antes de que la casa de remates Christie’s
se viera envuelta en una serie de denuncias relacionadas con
el tráfico de reliquias, el financista vendió sus acciones por
350
millones de dólares y se marchó, antes de convertirse en noticia, a continuar
con sus otros negocios. Que son demasiados, prolíficos
y de lo más variados.
Las
inversiones más fuertes del Grupo se producen en el área de
investigación genética y nuevas medicinas. La Tavistock Life Sciences, por
ejemplo, controla las compañías de biotecnología de San
Diego, donde varios laboratorios ensayan experimentos con
nuevas medicinas y compiten por el hallazgo de una vacuna que
alargue la vida o que cure todos los males del
mundo. Lewis controla personalmente todos los avances
científicos de cada investigación.
En
Siberia, invierte en extracción de gas y petróleo. En México, el
Tavistock pisa fuerte en la industria del aluminio.
Posee
además negocios inmobiliarios en el Reino Unido,
Estados Unidos y Bahamas. Y clubes de fútbol en el corazón de
Europa. La totalidad del paquete accionario del Tottenham Hotspur inglés,
equipo del que Lewis es hincha fanático, pertenece a ENIC, la división
del Tavistock que también es dueña de acciones del Glasgow Ranger
escocés, del Vicenza italiano y del AEK griego. En 2004,
la revista europea de deportes Four Four Two, publicó el ranking
de los dueños de clubes de fútbol más ricos del mundo: Lewis apareció
segundo, detrás del misterioso magnate del petróleo ruso, Román
Abramovich.
Pero
el Tavistock invierte también en negocios textiles. Lewis es dueño
de la marca de ropa alternativa Vans (indumentaria de skate,
snowboard y deportes extremos), de la conocida Puma (deportes en
general) y de la femenina Gottex (ropa interior y otras
prendas).
Las
inversiones siguen. Los dos campos de golf más exclusivos de los
Estados Unidos, el Lakenona Golf & Country Club y el Isleworth, donde juega
Shaquille O’ Neal, pertenecen al grupo y están gestionados directamente por
la hija de Joe, Viviane, de 25 años. También pertenece al
Tavistock el Albany Golf, de Islas Bahamas, emprendimiento del que
participa el rey de los links Tiger Woods,
y otros golfistas de primera línea.
Los
asesores de Lewis aseguran que su jefe no tiene intereses
comerciales en la Argentina, que ha elegido este país para venir a
descansar cada vez que el tiempo se lo permite. Pero según dice la misma
página web de la compañía, la corporación que preside sí que ha
desembolsado capitales en el país. El Tavistock fue
dueño de la cadena de heladerías Freddo, con
treinta filiales repartidas entre Buenos Aires y las principales
ciudades del interior, y otras cuatro en Uruguay. Igual que
la cadena de cafeterías Aroma, aparecidas en el país a fines de la
década de los 90.
Pero
el negocio central está relacionado con la explotación
de recursos naturales. Lewis, a través de Tavistock, es
dueño de Pampa Energía S.A., “la empresa integrada de electricidad más grande
de Argentina”, según su página institucional. A través de sus
subsidiarias, participa en la generación, transmisión y distribución de
electricidad en el país. La página oficial describe su
actividad: “El segmento de generación de la compañía cuenta con una
capacidad instalada de 2.217 MW, lo que representa alrededor del
7,5% de la capacidad instalada de Argentina. En el segmento de
transmisión, Pampa Energía cocontrola otra empresa del grupo, Transener,
operadora de la mayor red de
transmisión en alta tensión de Argentina que
abarca más de 11,7 mil km de líneas propias, así como también 6,1
mil km de líneas de alta tensión de su subsidiaria Transba”. El segmento
de distribución está compuesto por 3,6 millones de clientes correspondientes a
Emdersa, Eden y Edenor, la mayor distribuidora de electricidad de
la Argentina, con más de 2,7 millones de clientes y cuya
área de concesión abarca la zona norte de la Ciudad de Buenos
Aires y el noroeste del Gran Buenos Aires. La Compañía
se encuentra listada en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires
(BCBA) bajo el ticker “PAMP” y es parte del Índice Merval
con una participación del 5,1%. Además, Pampa comenzó a cotizar en el NYSE (New
York Stock Exchange) el 9 de octubre de
2009.
Otro
de los sectores donde el grupo se hace
fuerte es en la gastronomía –donde Lewis tuvo su
primer trabajo–, con cadenas de restaurantes en
California, San Francisco y Napa Valley. La lista
en los Estados Unidos es extensa.
A esa
división corporativa pertenecieron dos franquicias famosas
durante los años 90: el Planet Hollywood y el Hard Rock Café,
verdaderos colosos de la industria del esparcimiento.
De aquí
surge una de las creencias falsas más
famosas de la Patagonia vendida. Cuando en 1996,
el diario Clarín publicó que el actor
estadounidense Sylvester Stallone había venido al país para
comprar tierras en el Sur, no estaba haciendo más que
amplificar una mentira originada en Bariloche. Aquellos
días el rumor estaba vivo y se propagaba con velocidad. En
toda la región se comentaba que andaban enviados de la
superestrella de Hollywood eligiendo propiedades para adquirir, y
que los Van Ditmar los estaban asesorando. Algún crédulo, incluso,
fue más allá y lanzó la especie de que, en realidad, era
Stallone en persona quien había cabalgado como un viajero romántico por
la zona de Cholila, en Chubut, eligiendo tierras para
construir una mansión con costa de lago. La
mentira tomaba forma y el mito crecía como crecen los
mitos en la Patagonia, donde todo es desmesura.
Pero lo
cierto es que era Lewis el único que había llegado para invertir en
naturaleza. No hacía falta hurgar demasiado para confirmarlo. A
pesar de ser una ciudad importante, Bariloche conserva un espíritu
de pueblo. Allí se conocen todos y los periodistas saben hasta lo que
todavía no ocurrió.
(…)
Lewis,
entonces, caminaba la Argentina por segunda vez (la
primera visita había ocurrido en 1992, luego de una
invitación de su amigo, el multimillonario australiano Kerry
Packer) y estaba decidido a desembolsar el dinero que fuera
necesario para comprar el edén, o lo más parecido. Le interesaban
Salta, Misiones y la Patagonia. Don Van Ditmar le habló de la familia
Montero, unos pobladores baqueanos habitantes de tierras soñadas a orillas de
un lago verdaderamente oculto, casi desconocido, un lugar
primitivo y fantástico.
Le habló
de El Bolsón, una localidad abrazada por montañas, en donde los
atardeceres son rojos y las noches luminosas, con el cerro
Piltriquitrón como guardián inobjetable, al sur de Río Negro. Un
valle fértil con microclima, habitado por artesanos, gauchos dedicados a
la ganadería, empleados públicos y productores de fruta fina.(…)
Lewis
contrató a Nicolás Van Ditmar como nuevo capataz
(también es su socio), y fundó Hidden Lake S.A., una
empresa, en los papeles, dedicada a la exportación de
materiales para la construcción. En la página web del
Tavistock, Lago Escondido figura en el rubro de
negocios agrícolas. Y se presenta así: “Preservando las montañas y
planicies de la Patagonia. A través de la administración de 78.000 m2, Lago
Escondido es una estancia argentina en desarrollo, dedicada a mejorar y
proteger el extraordinario paisaje de la región oeste de la Patagonia.
Lago Escondido sostiene programas que favorecen el medioambiente en relación a
la tierra, la agricultura, los bosques y la fauna”.
Decidí
viajar hacia el lugar.
(…)
Fines de
diciembre. Lewis celebra, como todos los años desde que llegó a la
región, el día de la familia y la fiesta de Lago Escondido. Todos los chicos de
orfanatos de Bariloche y de El Bolsón fueron invitados a la fiesta. Esa
invitación, desde luego, incluye pasaje de ida y vuelta. En
la última semana los empleados de Hidden Lake se
encargaron de contratar agencias de micros de toda la zona para
traer a los niños hasta la estancia.
Estoy
sentado en el primer asiento de uno de esos colectivos, rodeado de
colegiales provenientes de un albergue de Bariloche, que me miran como si fuera
la novedad. Me ofrecen mate, me sacan fotos, hacen chistes, se ríen
de mí. Allá vamos. Pasaron tres meses desde que Van Ditmar prometió que
me pondría en contacto con Lewis y, en el medio, una
secretaria del magnate me avisó por correo electrónico que estaban
dispuestos a colaborar con esta investigación pero que Lewis
no daba entrevistas. Me enojé, insistí y, al parecer,
el magnate y su gente cambiaron de parecer. Pero
las instrucciones fueron muy precisas.
Julio
Álvarez, un periodista que se presentó como su vocero y que
también atendía en ese momento la corresponsalía del diario Río
Negro en El Bolsón, fue el encargado de citarme para el sábado
siguiente en la tranquera de Hidden Lake. “Es una excelente
oportunidad para que conozcas a Joe. Y es la única, porque luego
viaja hacia Europa”, me escribió en aquel mail que
me puso a buscar febrilmente un pasaje a Bariloche en pleno
diciembre.
Más
adelante, supe que Lewis evita pasar por su
mansión durante el mes de enero. Sencillamente, porque
esa época coincide con la llegada de los tábanos.
“Bueno,
acá estamos”. El micro dejó la carpeta asfáltica y se introdujo en un
camino de ripio que salía de la banquina, justo
en el kilómetro 92. Llegué a la tranquera de Hidden
Lake a la hora señalada. Me anuncié frente a Julio, el cuidador, un
hombre de ojos azules como el cielo, y me puse a contemplar
el entorno, aliviado por una brisa de aire fresco,
un rumor de viento que sembraba calma. Calma que nada tenía que
ver con mi ansiedad creciente. Sabía que la
mansión de 2.500 metros cuadrados que Lewis se hizo
construir a orillas del lago quedaba 18 kilómetros hacia el interior de
las montañas, detrás de dos cerros que se funden en una quebrada
encapotada por lengas. A través de ella, baja
encajonado el río Escondido, que se termina uniendo a la
cuenca de otro río, el Azul, el más maravilloso
curso de agua de la comarca andina. Delante de
mí, estaba una de esas postales que los turistas compran en las tiendas
de recuerdos. Patagonia viva y en estado puro.
Esperaba
cualquier cosa de Lewis. Pero nunca imaginé que él
mismo vendría a buscarme. Y, mucho menos, de qué forma lo haría. La calma
andina, de golpe, se deshizo.
No eran
pájaros, eran las aspas de un helicóptero
Bell 430 con capacidad para siete pasajeros lo
que comencé a oír de pronto, como un latido cardíaco que empezó a
rugir desde algún lugar de la cordillera. Y la secuencia, repentinamente,
se convirtió en una imagen de película, una fracción de la
danza de los helicópteros de Apocalipsis Now o una
publicidad de Marlboro. A bordo, venía el amo y señor de esta geografía
extraordinaria.
La nave
aterrizó a unos quinientos metros de la tranquera y de su interior salió,
diminuto e inclinado, como protegiéndose del viento que
exhalaba la máquina, Joseph Lewis. Su apariencia estaba muy lejos
de la idea que me había formado.
Frágil,
pequeño, anciano, la cara colorada,
arrugada como papel crepé, los pómulos chupados, una nariz
delgada, Lewis no bajó solo. Lo acompañaba su inseparable
secretaria barilochense, Silvana Llongaretti; el por entonces intendente
de El Bolsón, Oscar Romera, radical, nacido y criado en la
Patagonia y admirador del vecino millonario; y el periodista Julio
Álvarez.
Lewis
me tendió la mano, hizo una seña con
la cabeza y nos pidió que lo siguiéramos. Nos
internamos en un sendero boscoso, que nos condujo hasta
el frente de una construcción inmensa. Parecía un shopping a punto
de estrenar, con un amplio salón principal, de forma hexagonal, decorado
con palmeras en el centro de un patio interno y
varios pasillos que conducían hacia habitaciones equipadas para
cuatro, seis u ocho personas. Parecía un hotel
o, más bien, una casa gigante ideal para
jugar a Gran Hermano. Era, en realidad, un
futuro orfanato para niños carecientes de la zona que
el magnate había imaginado construir para donar a la comuna, pero
podía ser, como dicen algunas personas todavía, un centro
de convenciones empresariales de marcado estilo andino. Lewis nos
llevó por los pasillos, abriendo y cerrando puertas,
explicando por qué había elegido pintura amarilla para las
piezas y otros detalles. Su séquito asentía ante cada
comentario del británico, que parecía un abuelo agradable, detrás de unos
Ray Ban tornasolados, con su gorra de Lago
Escondido y ese logo estampado arriba de la visera, un águila
volando su vuelo de libertad.
Más
adelante conseguí datos sobre esa construcción que el filántropo había
bautizado All About Kids. El complejo cubría 4.200 metros
cuadrados por 17 metros de altura y tenía un patio central de
900 metros cuadrados. Incluía todos los servicios e infraestructura recreativa
para los niños de la Patagonia y representaba, según sus abogados, la
máxima expresión del “compromiso compartido que Joe tiene con la
comunidad”.
Joe
ordenó volver a la nave. Nos acomodamos adentro. El piloto, copiado de
una película de guerra (campera verde de aviador, el
parche U.S. Army y anteojos oscuros), levantó vuelo y se
internó en la quebrada que antes había visto desde la
tranquera. Apareció primero la cordillera, eterna y blanca en sus
faldeos. Abajo, manantiales de mil colores. Vi aparecer el lago Escondido
y entendí el sentido de su nombre. Bautizar a la naturaleza es una tarea
azarosa y arbitraria, una decisión supeditada a la emoción de
los exploradores, por lo general. Pero en este
caso no podía caber otro título para ese
paisaje. El lago se halla verdaderamente oculto y es posible que toda su
fama se la deba a la polémica que se abrió en la región con la llegada de
Lewis. De no haber ocurrido así, varias generaciones de Montero se
habrían ido a la tumba conservando el secreto sobre el tesoro mejor
guardado. El Escondido, por su belleza, podría ser el
fin del mundo.
Pero
¿qué vendría a ser entonces esa mansión desmesurada que
apareció después, a orillas del lago? Hidden Lake, un caserón muy
Beverly Hills que no termina nunca, con jardines que
podrían ser los de Babilonia, parecía desde el cielo una
maqueta de Disneyworld. Y la metáfora cobraba cada vez
mayor fuerza a medida que identificaba desde el aire la figura de miles
de personas que corrían por el parque del millonario: una cancha
de fútbol, dos equipos enfrentándose, un área de
juegos inflables gigantes y toboganes. Pensé en Neverland, la mansión
de Michael Jackson. Pensé en los niños y recordé que a Joe le gustan
mucho. Después me contaron de qué se trataba.
–A
la fiesta de la familia vienen todos los
empleados de Lago Escondido con sus esposas y sus
hijos. También vienen los niños carecientes de la zona y
además se juega la Copa de Fútbol Lago Escondido, de la que participan 20
equipos de once jugadores cada uno –me dijo,
en el aire todavía, la secretaria del magnate–. Hoy es la final.
Hay un asado para todos y luego la entrega de premios.
Hasta
ese momento, Lewis sólo me había saludado, pero no me había
dirigido la palabra. Y nadie se detuvo a explicarme cómo y cuándo podría
conversar con él. Joe viajaba sentado al lado de una
niña de no más de doce años y a cada
rato le señalaba a través de la ventanilla de la nave
alguna de las bellezas del paisaje. Julio Álvarez, el
periodista que se presentó como vocero, no paraba de
hablarme. El helicóptero aterrizó frente a uno de los
patios del condominio, sobre césped cortado con precisión
oriental, delante de una terraza fabulosa, con ventanales espejados
y grandes portones palaciegos.
Empecé a
certificar todo lo que se decía sobre ese
lugar, a destejer el ovillo del mito y convertirlo en
un hilo narrativo y real. Lewis caminaba adelante del
grupo por una senda y a cada lado del camino se
levantaban esculturas talladas en madera. Saludaba a niños que se
acercaban para besarlo, les hacía unas morisquetas y se reía. Yo
contemplaba lo que podía, en silencio. Pero lo que había a la
vista era demasiado y no sabía qué mirar, qué
decir, con quién hablar. Y sin embargo, todo el mundo
en el mundo privado de Joe parecía moverse con naturalidad,
como acostumbrados a la desmesura que gobernaba el lugar y a las
extravagancias de su dueño.
Las
hectáreas parquizadas de Hidden Lake incluyen hipódromo, cancha de tenis,
de fútbol, de básquet, casa de muñecas, establos para
cien caballos, alrededor de 80 empleados, cabañas que parecen
las de un cuento de hadas para ellos y sus
familias, gimnasio, un centro recreativo imponente con
conexión a Internet y sala de cine, vehículos todo
terreno, kartódromo, turbinas generadoras de energía eléctrica en
los saltos de agua del río Escondido, un jardín
que parece un centro de meditación zen, casa de muñecas donde
podrían vivir varias personas, juegos aéreos arriba de algunos
árboles, motos de agua. Y, supongo, herrajes de oro, cuadros
que podrían ser Picasso y cosas que seguiré imaginando porque jamás
me dejarán ver.
A Lewis
no le gusta que se hable de él. A Lewis no le gusta dar entrevistas. Y
aunque aceptó el pedido que le había hecho mucho tiempo antes, a través
de Nicolás y en nombre de la revista Noticias, nuestro encuentro fue
escueto y a la medida de lo que él mismo decidió. Íbamos rumbo a la cancha de
fútbol cuando dio media vuelta y me habló por primera vez.
–¿Cómo
era tu nombre? Dije mi nombre.
–Ok.
Todas las preguntas que quieras hacerme me las puedes
hacer ahora que estamos acá, pero no me pidas que nos sentemos a
conversar.
Lewis
miró su reloj. Siguió:
–A las
tres de la tarde, el helicóptero va a estar listo para devolverte a
la ruta.
A las
12.40 del mediodía tuve la certeza de que no iba a ser una
entrevista convencional. Y de que Lewis manejaría la situación con
holgura y agilidad. Había que preguntar ahora. Parado,
rodeado de gente, incómodo. Empecé:
–¿Cómo
fue que decidió instalarse en la Patagonia?
–Bueno,
este es uno de los lugares más bellos del mundo. Y no
encontré, honestamente, un sitio que me conmoviera más
que este paraíso.
–¿Cómo
conoció la Argentina?
–En 1992,
un amigo australiano que tiene campos en La Pampa me invitó a
conocer el país. No dejaba de insistirme en que debía comprar algo. Así
que vine, pero recién volví para comprar en 1996.
Uno
de los equipos convirtió un gol y todos nos dimos vuelta para
mirar. Una hinchada de treinta o cuarenta personas agitaba banderas que
decían Lago Escondido. Lo vi a Lewis celebrar el tanto. El equipo
de sus empleados (vestían las mismas camisetas del Tottenham
Hotspur) se ponía al frente del cotejo contra los gauchos de la comuna
del Río Manso.
Seguí:
–¿Por qué
se decidió por Lago Escondido?
–Fue
la mejor oferta. Podría haber comprado en las Cataratas del
Iguazú o algo en Salta o Mendoza, pero este era el sitio que
soñaba. Y cada vez que regreso, no paro de disfrutar de todo
esto y de la gente que vive aquí.
¡Mierda!
Otro gol y el reportaje se me iba de las manos. Arremetí:
–¿Qué
opina sobre la venta de tierras en la Patagonia y las polémicas que
ha despertado el asunto?
–Que
es una cuestión que debería estudiarse, pero no
me parece que deba hacer comentarios sobre eso. Si algo se puede comprar,
pues entonces cuál es el problema. En mi caso, yo compré lo que me
dejaron comprar y aquí estamos todos. Bueno, me gustaría que
todo lo demás que quieras saber de mí se lo preguntes a
toda la gente que está aquí y si necesitas
información sobre mi trabajo, puedes buscarla en Internet.
Así
fue como Lewis decidió que nuestro diálogo había terminado.
No dejó ni siquiera espacio para que yo hiciera una nueva pregunta,
dio media vuelta y chistó a varios de sus asesores para que
lo siguieran. Lo vi caminar encorvado hacia el sitio donde se
concentraba la mayoría de los invitados y mezclarse entre sonrisas con
el primer grupo de personas que lo integró a la charla. Luego, el magnate
se fue a corretear con los niños que lo seguían y yo me dediqué
a caminar por el lugar y conversar con algunos personajes.
Un paisano me dijo: “Este gringo es un fenómeno”.
Escuché a unas mujeres hablar de unos regalos que Joe les había hecho a
sus hijos. Volví a ver a Lewis al cabo de un
rato, y fue esa la última vez: pasó
montando un caballo marrón, seguido por una tropilla de
alazanes más petisos, montados por niños.
La copa
Lago Escondido quedó en manos de uno de los equipos de los parajes
vecinos. Y la entrega de premios fue maravillosa. Una carpa, un
locutor, trofeos, indumentaria para los ganadores, aplausos.
También hubo premios para seis chicos que habían ganado una
competencia de postas coordinada por instructores de
educación física traídos desde Europa solo para la ocasión.
“Para los ganadores–anunció Nicolás Van Ditmar e hizo una
pausa como buscando generar misterio– …viajes en
helicóptero”. Y estalló la ovación. Se advertía un derroche de dinero
asistencialista y decidido, una evidente búsqueda de adhesiones y
voluntades solventada por recursos económicos ilimitados.
Me
acerqué al sector donde se preparaba la comida, el banquete sería
faraónico: 32 costillares bien clavados se doraban sin pausa,
custodiados por un ejército de asadores hechos con el mismo molde,
todos vestidos como paisanos, con un atuendo similar:
bombachas de campo beige, alpargatas de yute, camisa oscura,
pañuelo atado al cuello. Probé el almuerzo: un sabroso sándwich de
carne asada. Brindé con gaseosa porque en Hidden Lake,
por decisión del dueño, está prohibido beber alcohol.
Se hizo
la hora. Cerca de las tres de la tarde, Nicolás Van Ditmar vino
hasta donde me encontraba. “Viste que no es lo que se dice…
¿Y? ¿Qué van a decir ahora los periodistas de Buenos Aires?”, me
desafió. Sonreí lo que pude. Y escuché el sonido de las aspas. Dos
minutos después, volví a ver el lago desde el cielo y pude contemplar de
nuevo el brillo de Hidden Lake. El dueño de casa paga para que todo
brille, pensé mientras veía cómo discurría por una quebrada un río
de color esmeralda. Y paga bien.
En
principio, Lewis paga a sus empleados –jardineros, mecánicos,
cuidadores de animales y administradores, que viven de lunes a viernes en la
estancia y que hasta reciben visitas médicas y odontológicas allí– los
mejores sueldos de la zona. Pero paga mucho más, en realidad.
Desde
que llegaron a El Bolsón, el británico y su equipo de
asesores vienen operando de forma casi demagógica sobre el sector
de la población rural con menos recursos y ocupando, en
muchos casos, un lugar que debería ocupar
el Estado provincial y nacional. Es evidente el paternalismo con que
Lewis procede delante de sus invitados y de sus vecinos. No tiene
nada de malo, en principio. Pero existen denuncias que señalan que detrás
de ese altruismo en apariencia desinteresado se esconden otros intereses.
En la
Patagonia despoblada es muy sencillo, si se tienen los recursos y los
contactos políticos necesarios, establecer leyes propias y crear
verdaderos latifundios: pequeños estados dentro de otros más
grandes empobrecidos o dominados por familias de la zona.
En
el caso de Lewis, las evidencias afloran
por todos lados. No pasa un mes sin que los
vecinos se desayunen con un nuevo gesto, en
apariencia solidario, del millonario. Sus asesores dicen que actúa por
pura bondad.
La abogada
Dalila Pinacho fue hasta mediados de 2009 la encargada de
Relaciones Institucionales de Hidden Lake. En febrero de 2006
declaró a la revista Gente: “Joseph
entiende que los emprendimientos en beneficio de la
comunidad pueden ser acompañados por quienes tienen los medios para
hacerlos. Todo lo que se espera es que el ejemplo de realizar un
trabajo sin otro fin que la educación, el deporte y las
mejoras de las condiciones de salud –siempre desde la solidaridad– ayude
a despertar en otros la conciencia de servicio hacia los
demás”.
Sea como
fuere, la política de seducción del británico es asombrosa
por lo exótica y por lo sorprendente. Lo primero que hizo,
mucho antes de que estallaran las denuncias por el control de
acceso al lago, fue convertir su mansión en un destino
recreativo para la mayoría de los colegios y hogares
de chicos de la región. Así, la casa de Lewis
se transformó en el raro diamante del que todo
visitante hablaba cada vez que volvía de ese
viaje hacia otra dimensión, el palacete encantado del
Escondido.
En
1999, Lewis instaló en la estancia un
servicio exclusivo de Mc Donald’s, franquicia que hasta entonces no
existía en la Patagonia, para agasajar a un contingente de
varias centenas de chicos que fueron de excursión. Años
después, para un Día del Niño, llamó por teléfono al intendente de
El Bolsón y le dijo en “espanglish”:
–Cachoooo,
quiero regalar pelotas y muñecos para todos los pequeños del pueblo.
Romera
aceptó, pero con la condición de que Lewis lo
acompañara a repartirlos casa por casa. Y así ocurrió.
El jefe comunal aprovechó para hacer campaña y salió a
recorrer los barrios pobres de la ciudad, acompañado por el nuevo vecino,
que repartía regalos, cual Rey Mago venido de un lugar
lejano, con una sonrisa de oreja a oreja.
En el
invierno de 2003, un desborde del río Quenquentreu
arrasó con centenares de viviendas de pobladores que se afincaron en las
márgenes de ese curso de agua que parte en dos a la localidad. Este problema es
una constante en El Bolsón, donde varios barrios, debido a la desidia de
funcionarios locales, fueron mal trazados y diseñados dentro del lecho del río,
que se vuelve agresivo cada vez que la lluvia y los deshielos azotan a
partir de la primavera. Lewis llamó al intendente cuando el clima volvió
a hacer estragos. Pero esta vez lo hizo para avisarle que había
depositado en una cuenta 30.000 pesos y que utilizara ese dinero
para lo que fuera necesario. Luego donó 3.000
colchones y varios juegos de frazadas.
Lewis
procede como un líder populista y muchas de sus apariciones parecen
las de un político en campaña. Una de las anécdotas que más
recuerda la gente de la comarca señala que cierta vez, en
1998, sobrevolando la zona a bordo de un helicóptero,
descendió en un paraje de campo de la cordillera, cerca del río Manso, y
se puso a jugar un partido de taba con los gauchos del lugar. Luego los
invitó a comer un asado a su casa. Se fue y prometió volver. Lo hizo
varias veces más, claro.
Hace dos
años, el magnate volvió a sorprender a sus empleados y a varios vecinos.
En ocasión de una visita de su hijo Charles a la mansión, ordenó:
“Hagamos una fiesta”. Y Hidden Lake producciones puso toda la
maquinaria en funcionamiento. La celebración tuvo su cuota de
originalidad: el británico hizo traer desde Buenos Aires,
pagando, desde luego, a una de las mejores bandas clon
de The Beatles que existen en el país, The Beats. Y
todos bailaron Day Tripper, pero él no se movió mucho: por
aquellos días, lo acompañaba a sol y a sombra una
kinesióloga, contratada para aliviarle una dolencia muscular,
al parecer en las piernas, que no lo dejaba en paz. La fiesta, sin
embargo, se llevó adelante, como tantas otras.
Así se ha
ganado Lewis, especie de Tío Rico que regala dinero, el
afecto de una parte de la población de
El Bolsón y un apodo que lo resume todo: en la puerta trasera de
una de las dos ambulancias equipadas con unidades coronarias
que donó al municipio el Tavistock Group, figura la siguiente
leyenda “Gracias Tío Joe”. Y los vehículos, dos camionetas
que sobresalen por su color naranja y blanco, como
las que se ven en los Estados Unidos y Europa, parecen copiadas del cine.
Pero
el goteo de los bolsillos del “Tío Joe” también salpica
al poder o a quienes pueden darse el gusto de coleccionar
antigüedades. El 13 de octubre de 2003, el diario
Río Negro dio cuenta de otra celebración,
tan “fierrera” como refinada, que Lewis repitió en
los años siguientes.
El
artículo se titulaba “Verdaderas joyas mecánicas en un paisaje de
ensueño”: “el BolsóN (AEB). La pasión por los autos antiguos
fue la excusa ideal para que decenas de amantes de los ‘fierros’
disfrutaran de las bellezas naturales del lago
Escondido, despuntaran el vicio por las carreras de
regularidad y vivieran una jornada más cercana al ‘jet set’
vernáculo que a la velocidad y las pistas. Las ‘500 Millas Sport’ y sus
autos de época pasaron por la estancia del magnate Joe
Lewis dejando anécdotas y el recuerdo de algunos famosos como Gregorio Pérez
Companc, que condujo un Ford Cobra.
[…] Los
autos antiguos y sus fanáticos pilotos llegaron hasta El Foyel para
completar una serie de pruebas cronometradas en el
kartódromo que el establecimiento Lago Escondido construyó en el
lugar.
[…] Una
vez más la estancia Lago Escondido fue
anfitriona de un evento de este tipo. En la
amplia explanada, frente a la mansión que construyó el magnate Joe Lewis,
se desplegaron los sesenta vehículos de época que
participaron de la competencia. El Jaguar, el Aston Martín, el Austin o
los Porsche, no desentonaban con las líneas señoriales de la impresionante
construcción.
[…] La
estancia de Lewis, desde hace tiempo, viene apoyando distintas
actividades deportivas, como competencias de kárting, carreras
atléticas o campeonatos de fútbol interinstitucionales. Este fin de
semana brindó el marco de belleza natural para que
los competidores de las ‘500
Millas
Sport’ tuvieran un prolongado descanso.
Fue
paradójico ver como algunos ‘ricos y famosos’ se
quedaban boquiabiertos ante la majestuosidad de lo logrado por Joe Lewis
en Lago Escondido”.
La
lista no termina con el artículo: los
asesores de Lewis –es decir, el ejército de empleados
conducidos por Nicolás Van Ditmarse han empeñado a lo largo de estos años
en convertir a Lago Escondido en el escenario ideal para cientos de
acontecimientos: carreras de aventura, convenciones, visitas de personalidades
políticas y del deporte, celebridades del cine. Detrás de esa
continuidad de celebraciones y buenas obras, están las
historias que irritan a Lewis y a su gente. En El
Bolsón, no son pocos los vecinos y concejales que creen que debajo
de su generosidad se esconden otros objetivos, como el posible
control de las nacientes de agua de esa parte de la Patagonia. Pero Lewis
ignora las acusaciones y avanza con su modus operandi.
Cada vez
que un político viaja a la zona, suele pasar por Hidden Lake a
comer un cordero patagónico. La costumbre la inició el ex gobernador de
Río Negro, Pablo Verani, cuando festejó con una
gran cena regada con tinto de alta gama, frente
al lago, su victoria electoral de 1997. Pagó Lewis.
Y pasaron varias cosas. Aquella noche, el británico sacó el tema
del viejo hospital de El Bolsón, que el flamante gobernador pensaba
restaurar:
–¿Y le
conviene arreglarlo? ¿Cuánto le cuesta hacer uno nuevo? –preguntó el
millonario.
–Con
tres millones de dólares haríamos uno muy moderno
para la zona –respondió Verani.
–Muy
bien, tráigame el proyecto, yo pongo la mitad –se lanzó Lewis.
Y la
conversación saltó hacia otro asunto.
–¿Por
qué no vino a verme cuando estuvo en Washington? –le
recriminó el candidato a filántropo.
Algo
incómodo, Verani recordó dos cosas: que había preferido quedarse mirando viejos
monumentos de la ciudad y una frase que en esos
días le había dicho el por entonces presidente del Banco
Mundial, James Wolfensohn: “Mi amigo Lewis quiere conocerlo, quiere
mandarle el avión para que vaya a verlo a Orlando”.
La
sospecha de que Lewis podría haber aportado fondos para la campaña
de políticos locales y provinciales corre entre los cerros con
fuerza de verdad. En cuanto a lo del hospital, nunca se concretó.
Lewis
estaba decidido a donar los fondos para la construcción del
centro de alta complejidad que pretendía ser el más
moderno de toda la Patagonia. Sería un lujo,
pero además un beneficio sustancioso para los vecinos de la comuna,
que aún hoy se ven obligados a viajar hasta
Bariloche cuando necesitan estudios que exceden la capacidad de la
sala de primeros auxilios municipal.
Lewis
quería un hospital sofisticado, como el de Boston o Chicago, pero
en el medio del valle, entre cerros y tierra fértil.
Las polémicas estallaron justo cuando comenzaban a delinearse los
detalles del proyecto.
Entonces
un grupo de legisladores locales denunció que Lewis estaba controlando el
acceso a las cuencas de agua y que, detrás de su donación
millonaria, se ocultaba lo que realmente iba a pedir a cambio: anexar más
tierra fiscal a sus terrenos y evitar que lo molestaran con
la cuestión del paso hacia el lago Escondido, la verdadera piedra de
la discordia. Lewis no toleró la acusación, se enfadó y depuso su actitud
automáticamente: retiró el ofrecimiento de la donación, luego de
manifestar que no estaba interesado en que sus gestos fueran
utilizados con fines políticos. Pero el gran debate que gira en
torno a Lewis y su mansion está relacionado con el acceso al lago
Escondido. Un debate sobre agua pura: agua que todavía hierve en el medio de
una discusión caliente y sobre todo trabada en la Justicia.
La verdad
es que Lewis no compró el lago sólo porque la ley
no se lo permite. Todas las cuencas hídricas de
la Argentina son públicas, pero el británico adquirió la totalidad
de las hectáreas que bordean el espejo de agua y si uno quiere llegar
hasta la orilla, hay que atravesar un camino por dentro
de la propiedad privada: 18 kilómetros de ripio mejorado que nacen
en el kilómetro 92 de la ex ruta 258, actual ruta
nacional 40, y que mueren en la costa oriental del lago,
justo cuando aparece la mansión. El trayecto que hice para
llegar a ella. Huelga decir que el camino es un sueño.
Un sueño muy privado.