Dos abriles. La misma sangre nuestra y el mismo fuego de ellos.
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La
década del 90 presentó una situación por demás adversa para las
apuestas de transformación radical de la sociedad y puso sobre el
tablero un inmenso desafío: enfrentarse tanto a un enemigo poderoso que
había logrado imponerse a escala global, como al estigma del fracaso (y
no sólo la derrota) de las políticas revolucionarias del siglo. Como ha
destacado Perry Anderson, a mediados de los años noventa “reinaban en
casi todos los países latinoamericanos versiones criollas del
neoliberalismo norteamericano, instaladas o apoyadas por Washington: los
gobiernos de Carlos S. Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú,
Fernando Enrique Cardoso en Brasil, Salinas de Gortari en México,
Sánchez de Losada en Bolivia, etcétera”. En este contexto,
aparentemente, “los movimientos sociales que quisieran legitimarse
tendrían que asumir esa realidad, es decir, promover sus intereses
particulares sin alterar el orden universal
de la democracia liberal. En otras palabras, la revolución en el sentido
de cambio social radical ligado a la lucha de las clases subalternas,
era despojada del marco conceptual de la política entendida como el arte de lo posible”.
De allí que la irrupción de los Movimientos de Trabajadores Desocupados
y su consigna de Trabajo-Dignidad-Cambio Social vinieran a “patear el
tablero” en nuestro país. Aunque no sólo en él. También en otros sitios
de Nuestra América se desarrolló un conjunto de movimientos sociales más
radicales. Como bien insiste Anderson, “allí se encuentran desde los
zapatistas en México y los integrantes del Movimiento Sin Tierra (MST9
en Brasil, a los cocaleros y mineros de Bolivia, los piqueteros de
Argentina, los huelguistas de Perú, el bloque indígena de Ecuador, y
tantos otros. Esta constelación dota al frente de resistencia de un
repertorio de tácticas y acciones, y de un potencial estratégico,
superior a cualquier otra parte del mundo”.
En nuestro caso, desde que los pobladores
de la sureña localidad de Cutral Có se levantaron (y provocaron aquel
formidable “efecto contagio” que llevó a que la mayoría de las
provincias del país se encontraran con sus rutas bloqueadas) a hoy,
hemos transitado ya más de 20 años. Dos décadas en la que pasaron
demasiadas cosas. Lo fundamental: el ciclo de luchas que se inicia a
partir de entonces y se extiende de manera casi ininterrumpida hasta el
2003. Su pico más alto: las jornadas del 19/20 de diciembre de 2001. Su
quiebre más trágico: la Masacre de Avellaneda.
Existe la discusión de si fue Cutral Có
el punto de quiebre o si, por el contrario, estas puebladas se inscriben
en un proceso que arranca unos años antes. Es difícil tratar de
periodizar, clasificar los procesos sociales, las luchas populares. Es
cierto, hay antecedentes importantes antes de Cutral Có. En septiembre
de 1992, cerca de 200 obreros textiles despedidos cortaron la ruta en
Trelew, quemando neumáticos. En 1993, en Senillosa, a unos 20 km de la
ciudad de Neuquén, un grupo de obreros que habían sido despedidos de la
obra de Piedra del Aguila interrumpieron el paso por la ruta 22. En
marzo de 1994 apareció en Puerto Madryn la primera organización
exclusivamente de desempleados (el Movimiento de Trabajadores
Desocupados), constituida por ex trabajadores portuarios, pesqueros y de
las industrias textiles y metalúrgicas. Sin embargo, de este MTD sólo
quedó la sigla.
También está el Santiagazo, en diciembre
de 1993. Y en 1994 la Marcha Federal. Y el 24 de marzo de 1996 la
gigantesca movilización por los 20 años del golpe genocida. Por esa
fecha también ya habían irrumpido los HIJOS con sus escraches.
Sin embargo, Cutral Có, y a partir de
allí el ciclo de luchas que se libran, tiene ese “no sé qué” que permite
articular de otra manera los procesos de organización popular. Tal vez
por eso nos empecinemos en remarcar la importancia de las puebladas.
Porque su aporte a las clases subalternas en la recuperación de la
confianza en sus propias fuerzas, en la valoración de la lucha como
forma de reconquistar los derechos conculcados por las políticas
neoliberales fue central. Y la posibilidad, para los protagonistas de
aquellas jornadas, de recuperar la autoestima tan golpeada, no nos
parece un dato menor. De alguna manera, el método del piquete aportó lo
suyo para hacer visible en Argentina la irrupción de las masas plebeyas.
Porque hay que decirlo: todo eso se visualizó en el centro del país
luego de que la periferia clamara por soluciones urgentes para sus
necesidades más elementales.
En este sentido, cabe traer aquí unas
reflexiones de Pablo Seman. El piquete, nos dice, es un arma sabia:
logra fuerza para los que no tienen casi ninguna. No es por nada,
continúa el antropólogo argentino, que gracias a los piquetes, los
sectores subalternos de Argentina, en su época de mayor debilidad
histórica, consiguieron, a pesar de ello, cambiar la agenda de una
sociedad que tenía por principio ignorar sus demandas.
Si bien “el Estado respondió con
focalizados planes asistenciales” al reclamo de trabajo que nació en la
barricada (políticas gubernamentales destinadas a acallar los reclamos
de los más pobres y anticiparse, frenando a los posibles levantamientos
que, intuían entonces desde la clase política, se avecinaban en un
futuro próximo), surgió sin embargo, a partir de allí, un nuevo proceso
de luchas populares. La tríada “cortes de ruta-asambleas-planes
trabajar” inició un camino que sería recorrido a lo largo y ancho del
país por vastos sectores de la militancia y de nuestro pueblo. Sobre
todo por aquellos que venían realizando una reflexión acerca de los
límites que la lógica de los años anteriores tenía en la construcción
política: volcar los esfuerzos en construir pequeños grupos militantes,
que confluyeran con otros pequeños grupos, en la búsqueda de constituir
el “Partido Revolucionario de la clase”, en el mejor de los casos. En
otros, cobijarse bajo el ala de algún espacio institucional, para
realizar alianzas electorales, que se solían romper al otro día de la
elección, luego de sacar el 0, 2 % de los votos. Y volver a cobijarse
tras el ganador o tras algún perdedor pero “progre” y con posibilidades
de sacar tajada en la próxima.