Japón(AW).-El  gobierno de Japón elevó de cinco a siete el nivel de gravedad en las  instalaciones nucleares dañadas y destruidas en Fukushima, utilizando el  arbitrario dictamen INES (Escala Internacional de Incidentes Nucleares)  para medir la gravedad radiológica. Las contradicciones y omisiones  oficiales sobre el desastre nuclear japonés nos  permitieron indagar el  real impacto de los reactores que se hallan en vías de fusión o  literalmente colapsados; en notas anteriores anunciábamos que las  emisiones radiactivas de Fukushima superaban  holgadamente a las de  Chernobyl. ¿Nos adelantamos a la decisión oficial que ahora se hizo  pública? El síndrome de la evacuación, del gran éxodo,  pende sobre un  pueblo que ha comenzado a perder su territorio y aparece la pregunta  ¿adónde?
 
Por Javier Rodríguez Pardo (*) 
Cómo  fue posible semejante desgracia si los señores del saber nuclear habían  ponderado la calidad de las centrales atómicas de Japón, capaces de  resistir terremotos de magnitud nueve en la escala de Richter,  al mismo  tiempo que culpaban a los profesionales locales de no haber sabido  predecir un tsunami tan devastador, como si la culpa fuera de olas de  quince metros cuando se esperaban algunas de un tamaño muy inferior.  En  esta correlación, no explicaban que las piscinas refrigerantes de  desechos  nucleares (combustible nuclear gastado que debe enfriarse por  25 ó más años), se habían agrietado debido al movimiento sísmico y no  por el maremoto posterior, y que los tambores conteniendo los desechos  radiactivos de alta actividad, ubicados en instalaciones contiguas,  nunca fueron mencionados ni se aludía a su peligrosidad, ni  donde se  hallaban o en que estado habían quedado después de la violenta ola que  los sacudió y revolvió brutalmente como si fueran hojas de papel;   residuos que permanecerán activos por cientos de miles de años  -hay que  recordarlo- y que aún el hombre no ha procedido a aislarlos de manera  definitiva. (Esperamos conocer el destino de esos recipientes deletéreos  o el estado en que se hallan después del cataclismo). Mientras tanto  las imágenes develaban la verdad disimulada en innumerables  contradicciones entre técnicos, especialistas y gobiernos de distintas  latitudes que sentenciaban la gravedad de Fukushima. 
La seguridad de  las centrales japonesas  -en plena tragedia-  era única en su género,  fue diseñada para soportar terremotos inimaginables, advertían sesudos  peritos,  en el mismo instante en que, en el teatro de los sucesos,  comenzaba la trama  heroica de un grupo de técnicos que se inmolaba para  salvar a sus congéneres, intentando enfriar, cubrir y acorazar a un  reactor fusionado, tarea que resultó insuficiente.  La proximidad del  mar habilitaba el uso del agua, destructora de los metales del reactor,  en último recurso para reducir la temperatura del núcleo averiado, a  pesar de que aún se lo anunciaba como medianamente en estado de fusión,  urdiendo de ese modo una de  las mayores mentiras de la historia  nuclear. 
Menos mal que pasó en Japón, repetían insistentes las  cadenas internacionales de noticias, ignorando acaso que esa misma isla  había padecido decenas de fugas radiactivas de gran intensidad, sin  fenómenos de terremotos o tsunamis a la vista, pero con la presencia   -en un pasado reciente- de miles de manifestantes exigiendo el cierre de  las centrales. Japón, al igual que los barones nucleares de occidente,   acudió a la indecencia discursiva para afirmar que "aquí no pasa nada  que no esté controlado". 
Fukushima  permite elaborar una lista interminable de falsedades, engaños  digitados  por funcionarios, técnicos y expertos que minimizaban la  tragedia convirtiendo al holocausto nuclear japonés en un genocidio  justificado por una inconcebible adversidad. Fue la adversidad,  proclamaron.  
La misma hipocresía cientificista, capaz de afirmar  que sólo treinta y cinco fueron los muertos de Chernobyl, deambula por  los medios informativos en países de distinto signo: que Fukushima no  representa peligro para la salud, que todos los equipos de seguridad  funcionaron normalmente, que el sistema japonés previó una última coraza  de hormigón impidiendo que la vasija con el núcleo se expusiera a cielo  abierto, que la emisión radiactiva es semejante a la producida por un  par de radiografías, que la radiación está controlada, que con el agua  de mar inutilizaremos a los reactores pero habremos sofocado las  emisiones radiactivas, fue una muletilla constante que se superponía con  imágenes de las gigantescas cajas de hormigón destruidas y humeantes  cubriendo los reactores.  El viejo mensaje de que Fukushima no es  Chernobyl  demuele las argucias de la tecnocracia nuclear al reconocer  ahora que ambas centrales se hallan en el mismo nivel siete en la escala  INES.
De pronto la radiación alcanzó la bastedad del mar, primero a  treinta kilómetros, enseguida superó los ochenta, leve y no  significativa para la cadena trófica, argüían los voceros de la empresa y  del gobierno, sin  justificación alguna al reconocer elevados  índices  de radiación registrados en continentes lejanos. El agua, vehículo que  comunica todo a la biosfera, se suma a la nube tóxica que también  trasporta los radionucleidos en la gran campana. Nuestros registros,  -comparativos con infortunios semejantes-, nos permiten afirmar que el  caso Fukushima es mucho más grave que el de Chernobyl, en tanto contiene  por lo menos cuatro veces más combustible que la unidad nuclear  ucraniana. Aprendimos de Chernobyl y de las miles de fugas radiactivas  de las plantas nucleoeléctricas, a descreer de los cultores de una  tecnología que definen como de punta, barata, limpia y segura. 
Ahora  resulta que es barata porque las empresas no invirtieron en la  seguridad que requieren  las plantas (eso le achacan a la compañía  eléctrica  que gestiona Fukushima) y no dicen que es cara porque en  realidad cuesta más la gestión del residuo radiactivo que la energía  misma. Es sucia, por la misma cualidad anterior y porque en todo el  proceso de la cadena nuclear se produce más escoria radiactiva que  beneficios energéticos, en la molienda y colas de la minería, en la  producción del dióxido de uranio, en los cementerios nucleares que  quedarán vigilados eternamente, al ser decomisadas las centrales al cabo  de su vida útil, en el reprocesamiento del combustible nuclear gastado,  verdadero "licor de brujas" en opinión de quienes tienen la  responsabilidad de reciclarlo, en las labores de las plantas nucleares  en actividad y en la gestión de los residuos radiactivos, arrojados  inescrupulosamente a los océanos o esperando repositorios  definitivos    que contengan los radionucleidos a perpetuidad. Al día de hoy no existe  repositorio de residuos radiactivos de alta actividad en el mundo, y  aquellos países que lo intentaron fracasaron.  Hasta el PRAMU argentino,  Proyecto de Remediación de Minas de Uranio,  es una cruel falacia, con  las minas de uranio abandonadas a sabiendas que contienen más del 70%  del decaimiento del uranio 238, partículas cancerígenas expuestas a la  complejidad climática, aún  sin gestión definitiva. 
Fukushima no puede ocultar la constante fuga radiactiva  ni el impacto radiológico que sufre el  planeta.
Hallan  restos de yodo radiactivo en el agua corriente de Tokio y de otras  ciudades y altos niveles de radiación en la leche, en verduras y  hortalizas producidas en la región afectada, fue un lacerante titular.  Todo el territorio se vio impactado radiológicamente en la atmósfera, en  suelos, agua potable y  mar. Y esto continuará por muchísimo tiempo.  Entonces es hora de advertir a la población de la gran mentira oficial  que minimiza los niveles de radiación de alimentos como los hallados en  la espinaca, "semejante a una quinta parte de la que puede recibir un  humano en una placa de rayos X", información que  oculta deliberadamente  el carácter acumulativo de la radiactividad. 
Por lo pronto se están  utilizando aeronaves sin piloto que fotografían y estudian las plantas  nucleoeléctricas. Un helicóptero teledirigido francés se halla en camino  de Fukushima, única forma segura de investigar las centrales dañadas y  las que también recibieron impactos menores. Las piscinas de los  reactores 5 y 6 aumentaron considerablemente la temperatura, las bombas  de refrigeración no funcionan, hay escapes radiactivos y sus núcleos  están en virtual desmadre. Otras informaciones avisan que las bombas   refrigerantes  actúan pero que la temperatura no baja sustancialmente. 
Los  reactores 1, 2 y 3 se hallan en nivel máximo de gravedad, la propia  empresa TEPCO anunció las dificultades para dotar de energía y de  refrigeración a sus núcleos. El reactor 4 es otro de los averiados que  también subió de categorización en la escala INES (ha superado 100.000  veces los niveles normales de radiactividad). "Las sustancias  radiactivas parecen difundirse hacia el norte", en opinión de la empresa  propietaria de las plantas, Tokio Electric Company (Tepco), admitiendo  que niveles importantes de estroncio 90, cesio 137 y yodo 131se  registraron a 80 kilómetros de Fukushima. 
Si hasta ahora el nivel de  radiación equivale a un 10% del emitido por la planta soviética de  Chernobyl (razonaba un agente de seguridad japonés), induce a pensar que  lentamente Fukushima sobrepasará los niveles de aquella. Habrá que  modificar la escala porque el nivel siete en la gradación INES fue  superado. 
¿Por qué aseguramos esto?
Porque cuatro unidades de  Fukushima en estado de fusión, con piscinas rajadas y continuas  emisiones de radiación, contienen casi mil toneladas de uranio,  equivalente a cuatro veces la del reactor 4 de Chernobyl. Los escapes  testeadas en territorio y aguas japonesas provienen de esas barras  almacenadas que incluyen el combustible gastado refrigerándose en las  piscinas y no tenemos en cuenta (porque lo desconocemos) la cantidad de  residuos radiactivos de alta actividad alojados en los tambores  contiguos a las plantas. El propio operador de la empresa Tepco, Junichi  Matsumoto, reconoció que la cantidad  de radiactividad liberada podría  superar a la de Chernobyl en caso de persistir las fugas, sin tener en  cuenta, hasta el momento, que el yodo 131 emitido en Fukushima es el  doble del liberado por la central ucraniana. 
El territorio se  reduce, la isla empequeñece, la naturaleza ejerce su dominio. Recorrer  un mapa de la nación japonesa implica detener la mirada en las ciudades  del sur, Hiroshima y más abajo Nagasaki, reflejo inevitable de la  memoria. El norte de Tokio fue sacudido con violencia por el terremoto y  los primeros anuncios apuntaban a la planta nuclear de Onagawa,  envuelta en llamas. La costa norte del Pacífico (Sengai) fue la más  golpeada por la triple tragedia que parece inacabable, terremoto,  maremoto y radiación. La ciudad imperial, Osaka, aparece como el límite  habitable hacia el sur, pero no alcanza para un pueblo que tendrá que  repensar el país y bucear fuerzas en su vieja cultura, ahora  occidentalizada y signada por una economía, la tercera mayor mundial  después de Estados Unidos y China. ¿Es este el camino? Por eso nuestra  pregunta ¿Quo vadis Japón?, también válida para el planeta. Por lo  pronto habrá que ir imaginando nuevos sitios, otras islas y otro hábitat  que suplante los territorios irradiados del norte.  No es ilógico  pensar que Japón se ve obligado a delinear un nuevo camino partiendo de  un kilómetro cero, no sólo evitando desarrollar energías destructivas o  de efímera eficacia, sino replanteándose el sentido de la vida. Japón es  también un caso testigo para todos,  punto de inflexión de un mundo  cegado por el consumo, devorador de futuro.
(*) Javier Rodríguez  Pardo, Movimiento Antinuclear del Chubut (MACH) Contacto: (011)  1567485340 Red Nacional de Acción Ecologista (RENACE)-Unión de Asambleas  Ciudadanas (UAC). machpatagonia@gmail.com (www.machpatagonia.com.ar) 

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