Dos abriles. La misma sangre nuestra y el mismo fuego de ellos.
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 En nuestro caso, desde que los pobladores
 de la sureña localidad de Cutral Có se levantaron (y provocaron aquel 
formidable “efecto contagio” que llevó a que la mayoría de las 
provincias del país se encontraran con sus rutas bloqueadas) a hoy, 
hemos transitado ya más de 20 años. Dos décadas en la que pasaron 
demasiadas cosas. Lo fundamental: el ciclo de luchas que se inicia a 
partir de entonces y se extiende de manera casi ininterrumpida hasta el 
2003. Su pico más alto: las jornadas del 19/20 de diciembre de 2001. Su 
quiebre más trágico: la Masacre de Avellaneda.
En nuestro caso, desde que los pobladores
 de la sureña localidad de Cutral Có se levantaron (y provocaron aquel 
formidable “efecto contagio” que llevó a que la mayoría de las 
provincias del país se encontraran con sus rutas bloqueadas) a hoy, 
hemos transitado ya más de 20 años. Dos décadas en la que pasaron 
demasiadas cosas. Lo fundamental: el ciclo de luchas que se inicia a 
partir de entonces y se extiende de manera casi ininterrumpida hasta el 
2003. Su pico más alto: las jornadas del 19/20 de diciembre de 2001. Su 
quiebre más trágico: la Masacre de Avellaneda.
La
 década del 90 presentó una situación por demás adversa para las 
apuestas de transformación radical de la sociedad y puso sobre el 
tablero un inmenso desafío: enfrentarse tanto a un enemigo poderoso que 
había logrado imponerse a escala global, como al estigma del fracaso (y 
no sólo la derrota) de las políticas revolucionarias del siglo. Como ha 
destacado Perry Anderson, a mediados de los años noventa “reinaban en 
casi todos los países latinoamericanos versiones criollas del 
neoliberalismo norteamericano, instaladas o apoyadas por Washington: los
 gobiernos de Carlos S. Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, 
Fernando Enrique Cardoso en Brasil, Salinas de Gortari en México, 
Sánchez de Losada en Bolivia, etcétera”. En este contexto, 
aparentemente, “los movimientos sociales que quisieran legitimarse 
tendrían que asumir esa realidad, es decir, promover sus intereses 
particulares sin alterar el orden universal 
de la democracia liberal. En otras palabras, la revolución en el sentido
 de cambio social radical ligado a la lucha de las clases subalternas, 
era despojada del marco conceptual de la política entendida como el arte de lo posible”.
 De allí que la irrupción de los Movimientos de Trabajadores Desocupados
 y su consigna de Trabajo-Dignidad-Cambio Social vinieran a “patear el 
tablero” en nuestro país. Aunque no sólo en él. También en otros sitios 
de Nuestra América se desarrolló un conjunto de movimientos sociales más
 radicales. Como bien insiste Anderson, “allí se encuentran desde los 
zapatistas en México y los integrantes del Movimiento Sin Tierra (MST9 
en Brasil, a los cocaleros y mineros de Bolivia, los piqueteros de 
Argentina, los huelguistas de Perú, el bloque indígena de Ecuador, y 
tantos otros. Esta constelación dota al frente de resistencia de un 
repertorio de tácticas y acciones, y de un potencial estratégico, 
superior a cualquier otra parte del mundo”.
Existe la discusión de si fue Cutral Có 
el punto de quiebre o si, por el contrario, estas puebladas se inscriben
 en un proceso que arranca unos años antes. Es difícil tratar de 
periodizar, clasificar los procesos sociales, las luchas populares. Es 
cierto, hay antecedentes importantes antes de Cutral Có. En septiembre 
de 1992, cerca de 200 obreros textiles despedidos cortaron la ruta en 
Trelew, quemando neumáticos. En 1993, en Senillosa, a unos 20 km de la 
ciudad de Neuquén, un grupo de obreros que habían sido despedidos de la 
obra de Piedra del Aguila interrumpieron el paso por la ruta 22. En 
marzo de 1994 apareció en Puerto Madryn la primera organización 
exclusivamente de desempleados (el Movimiento de Trabajadores 
Desocupados), constituida por ex trabajadores portuarios, pesqueros y de
 las industrias textiles y metalúrgicas. Sin embargo, de este MTD sólo 
quedó la sigla.
También está el Santiagazo, en diciembre 
de 1993. Y en 1994 la Marcha Federal. Y el 24 de marzo de 1996 la 
gigantesca movilización por los 20 años del golpe genocida. Por esa 
fecha también ya habían irrumpido los HIJOS con sus escraches.
Sin embargo, Cutral Có, y a partir de 
allí el ciclo de luchas que se libran, tiene ese “no sé qué” que permite
 articular de otra manera los procesos de organización popular. Tal vez 
por eso nos empecinemos en remarcar la importancia de las puebladas. 
Porque su aporte a las clases subalternas en la recuperación de la 
confianza en sus propias fuerzas, en la valoración de la lucha como 
forma de reconquistar los derechos conculcados por las políticas 
neoliberales fue central. Y la posibilidad, para los protagonistas de 
aquellas jornadas, de recuperar la autoestima tan golpeada, no nos 
parece un dato menor. De alguna manera, el método del piquete aportó lo 
suyo para hacer visible en Argentina la irrupción de las masas plebeyas.
 Porque hay que decirlo: todo eso se visualizó en el centro del país 
luego de que la periferia clamara por soluciones urgentes para sus 
necesidades más elementales.
En este sentido, cabe traer aquí unas 
reflexiones de Pablo Seman. El piquete, nos dice, es un arma sabia: 
logra fuerza para los que no tienen casi ninguna. No es por nada, 
continúa el antropólogo argentino, que gracias a los piquetes, los 
sectores subalternos de Argentina, en su época de mayor debilidad 
histórica, consiguieron, a pesar de ello, cambiar la agenda de una 
sociedad que tenía por principio ignorar sus demandas.
Si bien “el Estado respondió con 
focalizados planes asistenciales” al reclamo de trabajo que nació en la 
barricada (políticas gubernamentales destinadas a acallar los reclamos 
de los más pobres y anticiparse, frenando a los posibles levantamientos 
que, intuían entonces desde la clase política, se avecinaban en un 
futuro próximo), surgió sin embargo, a partir de allí, un nuevo proceso 
de luchas populares. La tríada “cortes de ruta-asambleas-planes 
trabajar” inició un camino que sería recorrido a lo largo y ancho del 
país por vastos sectores de la militancia y de nuestro pueblo. Sobre 
todo por aquellos que venían realizando una reflexión acerca de los 
límites que la lógica de los años anteriores tenía en la construcción 
política: volcar los esfuerzos en construir pequeños grupos militantes, 
que confluyeran con otros pequeños grupos, en la búsqueda de constituir 
el “Partido Revolucionario de la clase”, en el mejor de los casos. En 
otros, cobijarse bajo el ala de algún espacio institucional, para 
realizar alianzas electorales, que se solían romper al otro día de la 
elección, luego de sacar el 0, 2 % de los votos. Y volver a cobijarse 
tras el ganador o tras algún perdedor pero “progre” y con posibilidades 
de sacar tajada en la próxima.
 

 
 
