S.C. de Bariloche (Al Margen).-La aparición sin vida del agente Lucas Muñoz evidencia la impunidad de que goza la mafia policial. Titi
 Almonacid, Jorge Pilquiman, Diego Bonnefoi, Sergio Cárdenas, Nino 
Carrasco, Coco Garrido, Daniel Solano, Atahualpa Martínez Vinaya, Lucas 
Muñoz … la lista de asesinatos y desapariciones producto de apremios 
ilegales y violencia institucional, de la que es responsable la policía 
de la provincia de Río Negro, es una muestra de la complicidad entre el 
poder judicial provincial y la fuerza que debería garantizar el derecho 
ciudadano de vivir en paz en este suelo patagónico.

foto: Fabián Viegas  ECPCAM
 
Una acumulación de indicadores que no hacen más que evidenciar un pacto de impunidad, como también cierta complicidad. 
Sucesivos
 hechos criminales que no encuentran nunca responsables materiales como 
políticos, causas que prescriben en la maraña burocrática judicial y que
 esconden la vinculación entre miembros del poder judicial y la 
corporación mafiosa policial. Y un poder político que elige 
mirar para otro lado, sin voluntad ni capacidad política de modificar 
estructuralmente la situación.  
Porque tanto el poder judicial 
como la institución policial, son actores de poder fáctico, que pueden 
poner en jaque la gobernabilidad de cualquier gestión de turno.
¿De qué se habla al referirse a la trama de corrupción en la que se 
vincula a esta mafia policial judicial? Monopolio del negocio de las 
economías clandestinas que generan la trata de personas, el 
narcotráfico, el tráfico de armas como también de aparatos tecnológicos 
robados y comercializados en el mercado negro.  Y la aparente garantía 
de impunidad en sucesivos hechos criminales que implican a miembros de 
la fuerza, moviliza al pueblo en reclamo de justicia.
Un paradigma represivo
Quizás habría que indagar en el origen de la creación de la fuerza, 
allá por la configuración del territorio nacional, para dar cuenta de la
 matriz instituyente. La jefatura de policía de Río Negro fue creada en 
1887 como fuerza dependiente del gobernador del territorio, quien en 
esos tiempos era electo por el poder ejecutivo nacional (hasta 1955, 
cuando el territorio pasó a ser provincia). Su rol era principalmente 
mantener el orden y defender los bienes y la vida de los habitantes del 
territorio. La policía era el poder principal, sobre todo en el interior
 del territorio.
[1]
Los grupos son estigmatizados por clase, por etnia, por prácticas cuestionables, por nacionalidad. 
En
 el primer periodo, son los indígenas que despojados, relocalizados y 
sometidos tras la “Conquista del Desierto” recorren en grupos el 
interior del territorio. Cuando la primera fronteriza, los 
sectores sobre los que recae la violencia policial son también los 
fiscaleros de la zona cordillerana, acusados de robar o usurpar, la 
segunda fronteriza suma a los ya mencionados también la marcación 
política de trabajadores agremiados. En la década del treinta son 
claramente los pequeños productores ganaderos.
[2]
El abuso de la fuerza fue una práctica habitual en las 
policías del territorio, las que hasta el traspaso a provincia en 1955 
fueron también conocidas como “policías bravas”. Esta 
matriz discriminatoria, represiva, punitiva, de violencia estatal, es la
 que se configura como doctrina de formación política de la fuerza 
policial. La que se consolida a través de las sucesivas décadas
 del siglo XX, signado por golpes de Estado que hicieron del paradigma 
represivo una herramienta de disciplinamiento social.
El discurso de la inseguridad y las políticas de desgobierno
La hegemonía del relato neoliberal, sobre la “inseguridad”, y los 
discursos que plantean la aplicación de mano dura sobre la delincuencia,
 habilita un endurecimiento del paradigma represivo en plena vigencia de
 un Estado de derecho y garantías.  Relato que plantea al sentido común 
un abordaje punitivo de la justicia, a la que comienza a referirse como 
garantista o represiva, según desde la perspectiva desde la que se 
interprete el derecho.
Este relato justifica el aumento de presupuestos a las fuerzas 
policiales federales y provinciales, como la creación de nuevas 
secretarías y ministerios
. Cada vez mayor infraestructura, cada 
vez mayores recursos y cantidad de policías, cada vez mayor poder a una 
fuerza, que en la provincia se autogobierna en los hechos y 
tiene la capacidad de poner en vilo al poder político y judicial. Tiene 
armas en su poder, como el manejo de la información acerca de las 
organizaciones criminales que operan en la región (que en muchos casos 
se transforman en vínculos e intereses compartidos).
Los acuartelamientos de las diferentes fuerzas policiales 
provinciales, en los días previos a las fiestas de fin del 2013, con 
motivo de lograr una mejora salarial en el marco de un proceso 
devaluatorio, fue una muestra del accionar corporativo de esta fuerza.
 La provincia de Río Negro no fue la excepción, y Weretilneck dio el 
aumento rapidito y sin chistar. Sin siquiera esbozar el planteo de 
llevar a la justicia a aquellos que se revelaron al poder político 
civil.
El caso de la designación de Altuna como jefe de la institución 
policial, es otro indicador del desgobierno del poder ejecutivo sobre la
 fuerza. 
Desde 2010, Altuna trabaja como asesor legal de la policía de Río Negro. En
 tanto, desde marzo de 2012 hasta su asunción en la jefatura policial, 
se desempeñó como profesor de Derecho Procesal Penal y Derecho Penal en 
la Escuela de Agentes y Sub-Oficiales con sede en Bariloche. En
 noviembre de 2014 fue postulante al concurso público convocado por el 
Consejo de la Magistratura de la provincia, a fin de cubrir la vacante 
de la Fiscalía de la Cámara Primera en lo Criminal de la ciudad. La 
posibilidad de que Altuna asumiera el cargo de Fiscal de Cámara generó 
un fuerte rechazo de las organizaciones sociales de la ciudad, motivados
 por su jactancia de haber defendido en juicios a policías imputados en 
casos de apremios ilegales o gatillo fácil, y lograr el sobreseimiento
.
 O sus declaraciones misóginas sobre posibles casos de violaciones, a 
las que “habría que disfrutar”, plenas de violencia de género. Con su designación como jefe de policía, 
el
 gobierno hizo lugar al pedido de los organismos de derechos humanos, y 
al mismo tiempo puso en la Jefatura a un cuadro técnico, orgánico de la 
fuerza policial. Le otorgó la conducción de la fuerza a un miembro de la
 fuerza. Autonomía política en materia de seguridad. Por más que sean otros los funcionarios políticos designados en los cargos, en los hechos se revela la realidad.
 Preguntas sin respuestas
¿Qué pone de manifiesto el caso de la desaparición y el posterior 
asesinato de Lucas Muñoz? ¿Por qué tantos puntos en común con la 
desaparición y asesinato de Micaela Bravo? La desaparición y el montaje 
de un operativo policial que incluyó a otras fuerzas como la gendarmería
 y la policía aeroportuaria, la búsqueda infructuosa por parte de los 
familiares, procedimientos iniciales a cargo de la policía rionegrina 
que en lugar de preservar pruebas e indicios se encargaron de 
tergiversarlos, la aparición sin vida después de casi un mes, la 
sensación de que el cuerpo fue “plantado” en un lugar donde ya se había 
rastrillado, la aparición del cuerpo de Micaela como el de Lucas a 
escasos metros de distancia, en la zona cercana a la rotonda de Ruta 40 
Sur y Circunvalación, como si se tratara de una zona liberada.
La gravedad institucional de lo que acontece no se puede camuflar con
 cortinas de humo o noticias frívolas de los proyectos comunitarios de 
las candidatas a reina de la nieve. 
La ciudadanía no confía en 
una fuerza corrupta, en la que sus propios miembros están implicados en 
el asesinato de un joven policía que evidentemente no quiso ser parte de
 algún hecho criminal, como tampoco de su encubrimiento
Las denuncias públicas de los familiares de Lucas, sobre la 
“pasividad” que tenía la investigación policial y judicial, lograron 
activar el caso y comenzar a desarmar una trama de encubrimiento 
policial, que terminó con el apartamiento de tres comisarios, un 
subcomisario, dos oficiales y un suboficial, y la detención de estos 
tres últimos. El sargento Néstor Meyrelles, de la comisaría de Catriel, 
primero de los detenidos por haber comprado un chip telefónico 
utilizando el número de DNI de Muñoz. El oficial Luis Irusta, detenido 
en Carmen de Patagones, oculto en la casa de un amigo, fue uno de los 
policías que intervino en el allanamiento ilegal a la pensión donde 
vivía Lucas. Por último, fue detenido el oficial Federico Valenzuela 
Campos, amigo de Muñoz, acusado de haber ordenado a Meyrelles la compra 
del chip. ¿Qué se esconde tras estas maniobras de encubrimiento? ¿Qué 
constaba en las fojas del libro diario arrancado de la comisaría 42? ¿A 
qué refiere el gobernador con sus declaraciones sobre un “pacto de 
silencio” policial?
El poder político, tanto en su versión ejecutiva como judicial, deberían comenzar a dar respuestas.
 Tanto del crimen de Lucas Muñoz, de Micaela Bravo, de Sergio Cárdenas y
 Nino Carrasco, de Daniel Solano, Otoño Uriarte, y tantxs otrxs. El 
pueblo reclama justicia, y castigo a los culpables.
                                                     Por Marcelo Viñuela
Equipo de comunicación Popular Colectivo al Margen.
 [1] Pérez, Pilar; “De bandoleros y policías. El farwest patagónico como máscara de violencia institucional”. Al Margen, 2015.
2 Idem.