Por Carlos Aznárez
Para despedir a un maestro con talla de gigante como Osvaldo Bayer, 
es necesario sin ninguna duda, intentar hablar acerca de un hombre 
digno. Esta simple palabra, tan en desuso entre politiqueros, 
funcionarios de diverso pelaje y una buena cantidad de fabricantes de 
ilusiones, define muy bien a quien ha hecho de la coherencia una forma 
de vida. Solo el haber reencontrado para la memoria de nuestro pueblo la
 heroica pelea de los trabajadores rurales de la Patagonia, contando sus
 historias de rebeldía y coraje, pero también la tragedia que generó la 
represión sobre ellos, vale para calificarlo como un notable recogedor 
de testimonios de ejemplos de vida.
Quién no recuerda la agudeza con que Osvaldo retrató al nefasto 
coronel Varela, gestor de una de las grandes masacres que tiñeron de 
horror el sur argentino. Sin embargo, el Bayer investigador no dejó que 
la sombra de una sospecha de derrota definitiva o de lucha innecesaria 
se adueñara sobre aquella que había sido una de las tantas gestas del 
movimiento internacionalista, y para eso no solo reivindicó cada uno de 
los gestos de esos abnegados peones chilenos, argentinos, italianos, 
gallegos, polacos y alemanes que poblaron a punta de coraje tierras tan 
inhóspitas, sino que acercó al listado de las acciones indispensables: 
el gesto libertario de un Kurt Wilkens, por ejemplo, evocando la 
humildad y la valentía del ajusticiador del milico Varela. De esta 
manera, Bayer dio pautas de que la larga mano de la justicia popular 
puede tardar en llegar, pero, cuando lo hace, ilumina de conciencia y 
razón.
Osvaldo periodista, Osvaldo escritor, Osvaldo el hermano de nuestros 
“anarcos queridos”, como diría ese otro virtuoso llamado Alfredo 
Zitarrosa. Nadie como él ha trabajado el tema de los ácratas locales, 
desmitificando a esos hombres y mujeres que la oligarquía y su prensa 
aliada siempre pintaron como criminales y delincuentes. Ahora, qué duda 
cabe, les dirían (y les dicen) “terroristas”, como a nuestros treinta 
mil.
Rescatar la figura combativa de un Severino Di Giovanni y desmenuzar su 
larga trayectoria de anarquista expropiador, fue un mérito que siempre 
se agra- decaerá a Bayer, por poner claridad sobre qué significa el uso 
de la violencia revolucionaria y cuáles son sus aspectos reivindicables y
 sus límites. Pero no se contentó con este aporte sino que entregó a sus
 lectores las páginas más bellas de un puro amor como el que vivieron 
hasta la muerte Severino y la joven Josefina Scarfó. Di Giovanni cayó 
bajo las balas de quienes lo fusilaron, reivindicando a la anarquía y 
añorando a su inseparable compañera. Ella lo sobrevivió muchos años más,
 pero jamás dejó de adorarlo y defender su trayectoria. El minucioso 
trabajo de recoger cada una de las innumerables cartas entre ambos que 
hizo el escritor hoy fallecido puso luz sobre como se pueden encerrar en
 un puño la pasión por la revolución social, la decisión de armarse para
 llevarla a cabo, la conciencia de formarse diariamente a través del 
estudio y la pasión de amar, ese querer con todo que suele atravesar 
nuestras vidas en ciertas e inolvidables circunstancias.
El Bayer del exilio también se mostró inclaudicable. Colaborador 
consecuente de quienes no se rindieron jamás y, aun lejos del país, 
siguieron plantando cara al enemigo que los obligó a marcharse; 
acompañante obstinado de las buenas causas y colaborador de cada una de 
las actividades que se plantearon para denunciar a los Videla, Massera, 
Agosti, Galtieri o Brignone que tiñeron de sangre esta buena tierra. Sus
 artículos, publicados en el exilio en la primera etapa de nuestra 
publicación “Resumen” (de la que fue colaborador permanente) y luego 
reproducidas por otras páginas rebeldes, ayudaron a comprender lo que 
decían cada jueves las Madres en la Plaza, que “la única lucha que se 
pierde es la que se abandona”. De allí, que él fue siempre uno de sus 
compañeros más queridos. No hay rincón del país donde se haya violado 
alguno de los derechos humanos donde no se hayan acercado el pañuelo 
blanco de Nora Cortiñas junto a Osvaldo o nuestro querido Adolfo Pérez 
Esquivel.
Pero hay otra faceta de Bayer que es importante aplaudir y recordar 
en este momento en que empezamos a lamentar su ausencia física. Pocos 
como él, han llevado adelante en este país colonizado en el literal 
sentido de la palabra una batalla tan vehemente en defensa de los 
pueblos originarios y en repudio a quienes practicaron contra ellos el 
genocidio más atroz. Denunciando a asesinos como Julio A.Roca, Osvaldo 
instaló la semilla de una pauta revisionista histórica y de salud mental
 para las nuevas generaciones. Y lo hizo, un día, maldiciendo al 
criminal frente a uno de los tantos monumentos con que la nación 
mancillada homenajea a sus asesinos; en otra ocasión, reivindicando a 
los caciques y tropa corajuda que se alzaron en lanzas contra quienes 
los expulsaron de sus tierras y los asesinaron por miles.
Ahora que el maestro ha partido hacia nuevas dimensiones, no hablo de
 muerte sino de la carencia que sentiremos, todo será más difícil a la 
hora de reconstruir pedacitos olvidados de nuestra historia o de 
enfrentar con fiereza a logreros, oportunistas y mentirosos que pululan 
entre la mal llamada intelectualidad argentina. Sin embargo, sus 
sentencias, escritas como ráfagas en todos estos años, no podrán ser 
sepultadas. Cada vez que una voz autoritaria quiera imponerse sobre el 
resto, convocando a la muerte como custodia, el verbo esperanzador de 
Osvaldo Bayer buscará asomar de donde sea, y ayudará a seguir caminando 
sin más miedos que los necesarios.
 
