Por Ezequiel Adamovsky*. Tercera entrega de los fragmentos de historia popular queMarcha publica un viernes al mes.
La gran transformación de la sociedad operada por la élite en el último tercio del siglo XIX, con el objeto de insertar al país más profundamente en el capitalismo internacional, generó cambios en la estructura social de la Argentina profundos y evidentes. Sobre la evidencia de esos cambios se ha construido uno de los grandes mitos de nuestra historia, el de la “modernización social”, según el cual el país que finalmente se puso en marcha hacia 1880, comparado con el de tiempos anteriores, trajo un mayor bienestar para la mayoría de la población, sentando las bases de una sociedad más “igualitaria”. Según se repite en libros de historia o de sociología, al calor del desarrollo económico y de la inmigración se produjo un importante crecimiento de la “clase media”, que transformó una sociedad dividida en dos clases claramente separadas, en otra más compleja y abierta, con tres clases principales y muchas oportunidades de movilidad entre ellas.
Se nos induce así a pensar que el proyecto de país que las clases dominantes pusieron en marcha fue algo positivo para los habitantes de este suelo: la “modernización” –nadie podría dudarlo– es mejor que el “atraso”.
Uno de los que más colaboró en instalar esta visión fue el padre fundador de la sociología argentina: Gino Germani. Fue él quien por primera ofreció pruebas de este proceso de “modernización”. Sin embargo, con los datos con los que hoy contamos, no resulta evidente que luego de 1880 haya habido un proceso de cambio hacia una mayor igualdad, o que hubiera un bienestar mayor para todos los habitantes. Sin duda el gran desarrollo económico trajo al país muchas más riquezas. El mayor dinero circulante engrosó las arcas públicas y permitió grandes obras de infraestructura. Los servicios de salud y educación estuvieron al alcance de más personas y existen datos objetivos de mayor bienestar social, como la mayor alfabetización y la caída de la tasa de mortalidad. Las nuevas actividades económicas brindaron a muchos oportunidades de empleo lucrativas. Sin embargo, las ventajas no beneficiaron a todos por igual.
Para los pueblos originarios el nuevo país resultó un verdadero infierno: muchos fueron exterminados y los que quedaron pasaron de hombres libres a parias en una sociedad que no podían sentir como propia. Para los gauchos, pastores y campesinos libres las cosas tampoco fueron siempre mejores. Con el proceso de privatización de la tierra, ya no fue tan sencillo acceder a una parcela. Las inmensas llanuras pampeanas se llenaron de alambrados; el modo de vida del gaucho y de muchos campesinos resultó herido de muerte. Perdida su independencia económica y presionados por la ley, fueron forzados a convertirse en peones permanentemente al servicio de terratenientes o a emigrar a la ciudad, donde también los esperaba la vida de asalariados. Por otro lado, una investigación reciente de Roy Hora indica que el crecimiento económico vino de la mano de una profundización de la brecha que separaba a ricos y pobres (no tanto porque éstos se empobrecieran en términos absolutos, sino porque aquellos acumularon riquezas a un paso tanto más acelerado que los elevó mucho más sobre el nivel del común de la población). Se calcula que hacia mediados del siglo XIX los más ricos en la región pampeana gozaban de ingresos hasta 68 veces más altos que los de los más pobres. Para 1910 esta brecha se había ampliado fabulosamente hasta alcanzar un diferencial de 933.
Por otra parte, la estrategia de crecimiento benefició a los inmigrantes más que a los criollos (aunque tampoco es exacto el mito frecuente según el cual el inmigrante europeo que llegaba a estas tierras invariablemente ascendía en la escala social; las oportunidades de ascenso no fueron tan brillantes). Además, el proyecto de país puesto en marcha produjo una mayor desigualdad entre las regiones. La zona del Litoral en general, y Buenos Aires en particular, concentró la mayor parte de las nuevas oportunidades. Muchas economías del interior, en cambio, sufrieron pérdidas importantes. La circulación de productos de origen europeo a precios más baratos arruinó buena parte de las manufacturas que existían en el interior. Con el correr del tiempo, el crecimiento general de la economía fue profundizandola desigualdad entre las regiones, en lugar de revertirla. Viendo los cambios sociales en su conjunto, la idea de la “modernización”, con la valoración positiva que lleva implícita, resulta poco apropiada. Lo que sucedió en las décadas posteriores a 1860 debe describirse más bien como un proceso de profundización del capitalismo que no condujo a una sociedad “esencialmente igualitaria”, sino a una honda reestructuración de las formas de desigualdad y opresión.
El “mito de la modernización” difundido por Germani resulta inapropiado no tanto porque las cifras que presentó fueran falsas, sino por el modo en que las agrupó e interpretó para concluir que disminuía la proporción de gente que pertenecía a los “estratos inferiores”. Supuestamente, en 1869 representaban el 89% de la población y en 1960 habrían pasado al 55,5%. Pero examinando más de cerca aparece otra imagen. De este grupo, en 1869 más de la mitad eran trabajadores “por cuenta propia”, es decir, que no dependían de un patrón y que en general poseían sus propios medios de producción. El resto eran trabajadores asalariados y de servicio doméstico. En 1960 los trabajadores por cuenta propia apenas representaban menos del 9% del total de la clase baja. En otras palabras, las oportunidades del trabajo libre disminuyeron dramáticamente, al tiempo que la casi totalidad de los trabajadores fueron empujados a convertirse en asalariados. Lo mismo vale para la “clase media”: las categorías ocupacionales que más aumentaron no fueron la de los profesionales, ni la de los pequeños propietarios. De hecho, más de la mitad de los que Germani considera “clase media” en 1960 son asalariados, que en 1869 representaban apenas el 3,4% de la población total.
En suma, se produjo en estos años un proceso por el cual una sociedad en la que casi dos tercios de la población tenía ocupaciones “libres” (o al menos relativamente independientes) fue reemplazada por otra en la que la gran mayoría se había transformado en asalariada y dependía de un empleador. La compulsión al trabajo asalariado significó un cambio histórico en el sentido de un incremento de la dependencia respecto de los empleadores y de la pérdida del control de los trabajadores sobre su propio trabajo. Este tránsito, así, no apuntó en un sentido “más esencialmente igualitario”, como opinaba Germani; más bien, se trató de un cambio en el modo en que se organizaba la desigualdad. Indudablemente se multiplicaron los escalones en la escala de ingresos que va desde los más pobres a los más ricos y eso ofreció a miles de personas inéditas oportunidades de ascenso. Pero el impulso hacia una mayor igualdad que eso supuso fue de corto alcance. Cuando el capitalismo se despliega sobre un territorio nuevo –como sucedió en la Argentina del siglo XIX, pero también en muchos otros países– se produce durante algunas décadas un fenómeno de intensa creación de nuevas ocupaciones y oportunidades, que efectivamente pueden ser aprovechadas por muchos. Pero este proceso tiende a hacerse más lento a medida que el capitalismo va terminando de implantarse. Aunque siempre ofrece oportunidades de ascenso social, su tendencia histórica de largo plazo es en sentido opuesto, hacia la acumulación del capital y los mejores recursos en menos manos y hacia la profundización de la desigualdad. El “mito de la modernización” induce al equívoco de pensar que ciertas condiciones socialmente favorables –que en realidad son excepcionales y corresponden al inicio de un proceso– anuncian una tendencia histórica de largo plazo.
*Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. El autor es historiador de la Universidad de Buenos Aires.