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jueves, 15 de noviembre de 2012

LA JUSTICIA, ESE LOBO FEROZ.

Santa Fe.-(APe).- No le hacían falta grandes estrategias. Sólo se trataba de mirar. Ese hábito maldito que conduce los ojos exactamente hacia los manjares prohibidos. Carnes, quesos, fiambres. Allí donde la leche y el yogur abundan. En las góndolas de la exuberancia. Donde los colores estallan como arcoiris. Héctor Gerbasi se llama él. Era invierno aquel día, en tiempos en que el frío cala los huesos y las esperanzas. Y la calle es ese universo abierto e ilimitado que no abriga. Donde no hay techo ni mesa. Y menos aún una vida organizada por el silbato de entrada a una fábrica.

En ese julio de 2008 Héctor Gerbasi entró al supermercado de Cabildo al 4200 y se dejó llevar. Se imaginó una mesa reluciente. Soñó con su hijo engullendo un trozo de esa carne sabrosa. Lo vio como en una película que le giraba una y otra vez por su mente riendo ante ese manjar inasible pero tan real como nunca antes. Entonces se enamoró fatalmente de esos dos trozos de carne, fue hasta la caja y dijo simplemente que tenía el dinero en un bolso colgado a pocos metros de allí. Al volver argumentó que se había equivocado. Que ya no tenía un solo billete. Dejó una de las bandejas de carne y a la otra, la disimuló tan velozmente como supo entre sus ropas. La inocencia del gesto, su nula experiencia, bastaron para que la cajera se diera cuenta y lo denunciara. Héctor Gerbasi fue detenido.



Desempleado, magro, extremadamente enjuto y débil. Tuerto por perversidades de la vida y de la calle. Dijo simplemente que él y su niño llevaban tres días sin ingerir nada sólido. Apenas caldos, líquidos aguachentos, mate. Para engañar el estómago que silba y se desgañita de puro vacío nomás.

Todos los engranajes jurídicos se pusieron en marcha para él. El Estado entero se puso a su disposición. Para procesarlo por “tentativa de hurto”, para perseguirlo penalmente, para hostigarlo con la amenaza de una prisión que lo alejaría de la calle, de su hijo y le pondría otras crueldades a sus pies. Cuatro años más tarde, el Tribunal que lo juzgó lo condenó a “quince días de prisión en suspenso y a pagar las costas”. Cuatro años enteros de su vida como objeto predilecto de las burocracias del derecho. Hasta el 2 de noviembre, en que se conoció el fallo de la Sala II de la Cámara de Casación Penal que lo absolvió calificando todo el procedimiento que lo victimizó como “irracional”, “intolerante”, “discriminatorio” e “inhumano”.

Un fallo que define que “transcurrieron cuatro años, intervinieron 11 jueces, 4 fiscales, 5 defensores y más de 8 funcionarios (sin contar los innumerables empleados) para que se dicte la condena de un hombre confeso a una pena de quince días de prisión en suspenso por haber sustraído sin violencia en las personas ni fuerza en las cosas, dos pedazos de carne de tipo palomita por un peso aproximado de 3 kg de un supermercado”. Y se lee además que “surge del informe socioambiental labrado que posee escasas condiciones de cuidados básicos; que tiene ausencia de la visión en uno de sus ojos; que le faltan piezas dentarias por falta de atención y cuidados bucales; y que su nivel sociocultural es “limitado-pobre”, con ingresos inestables y que dependen de trabajos informales con dedicación irregular”. Finalmente en un rapto de sincericidio sistémico, concluye que “allí radica la irracionalidad del sistema inquisitivo que no ofrece respuestas diferenciadas de acuerdo a la problemática concreta del caso, sino que aplica automáticamente la violencia estatal frente al mero incumplimiento”.

Esa violencia estatal de la que hablaron en su sentencia los jueces de Casación sorprende no por la certeza del concepto sino más bien por el reconocimiento formal. Cuando Alessandro Baratta, jurista, filósofo y criminólogo italiano, planteaba que era necesario, de algún modo, sentar en el banquillo al Estado y al derecho moderno, estaba hablando con claridad de un pacto pergeñado ferozmente para excluir. En sus palabras: “Se trató más que nada de un pacto de una minoría de iguales que excluyó de la ciudadanía a todos los que eran diferentes. Un pacto de propietarios, blancos, hombres y adultos”. Y bosquejó la imprescindible construcción de un nuevo pacto. Un Estado “mestizo”. Un Estado que integre a “las otras patrias excluidas o simplemente toleradas en el pacto social sobre el que se basa el Estado moderno: las mujeres, las minorías étnicas y los pobres”.

El otro pacto, el que diseñaron en nuestro nombre, trazó una geografía restringida de la ciudadanía. Selecta. Marginadora. Expulsiva. Que deja por fuera del pacto a todo aquel que no cumpla con los requisitos básicos del formal propietario. Un pacto que no fue pensado para que Héctor Gerbasi y menos aún su hijo puedan amasar un sueño de felicidad. O que al pensarlos, los destinó al afuera. A esos túneles subterráneos donde sólo reinan las oscuridades y la sangre. Donde no hay manjares más que los que se ubican siempre y sistemáticamente del otro lado de la vidriera. Donde el único destino aceptado y bendecido para los Héctor Gerbasis de la historia es estirar la mano para suplicar limosna. Donde todas las arenas de esta patria luminosa para los de adentro dibujan –para el afuera- los zócalos desmadrados y acusatorios de las violencias y los olvidos. Y donde la Justicia sigue siendo el instrumento de poder económico y político sobre los desarrapados.