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jueves, 12 de abril de 2012

LA CUESTIÓN MINERA Y EL CONFLICTO SOCIAL LATENTE

Por Lucas Ramiro Bitrapaja, para revista Sudestada.

–¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?
–Y… poco. En media hora estoy en la ruta.
La invitación de mi viejo de acompañar el viaje de comisión del organismo de tierras fue sorpresiva, súbita y espontánea, y ninguno de estos adjetivos se redundan ni exageran. La cámara, un libro, un cuaderno y una campera fue el equipaje básico que pude priorizar y a los pocos minutos ya estaba parado frente a la camioneta, esperando que carguen los bolsos.
Luego de pasar de largo las localidades del valle inferior del río Chubut nos desviamos por una ruta de ripio consolidado, hacia el norte de la provincia. La huella estaba bien marcada y el camino de ida fue rápido: cuatro horas desde Playa Unión hasta Gan Gan, en una ruta reclinada hacia la meseta patagónica y a un promedio de velocidad de 120 kilómetros por hora en buena parte del tramo empedrado.
Siempre estuve convencido de que la región de la meseta era la típica flora de un clima árido, de puras matas achaparradas. Pero salvo la parte a la salida de Trelew y la zona norte de Gaiman y una vez que pasamos por Bajada del Diablo y Bajada Moreno aparecen mallines de pasto tierno –lo más parecido a un prado pero en clima frío y ventoso– regada posiblemente por surgentes. Las estancias se vuelven más pintorescas, abrigadas entre los cerros y con animales de pastoreo de buena salud y buena lana pese a los meses críticos por las secuelas de la ceniza que diseminó en el sur el volcán Peyehue en el país trasandino.
Dejando atrás Chacay Oeste, la línea de montañas que nos cortaba el horizonte a poco de salir de viaje deja de ser azulada y se tiñe de morado, se distinguen detalles de las laderas y los pliegues de la cumbre son menos suaves y más grandes.
Gan Gan es un pueblo paisano. Más bien un caserío pero que ya cuenta con sus mil habitantes y otro puñado contando los que están desparramados por las estancias. Montenegros capitalizan por aquí la historia conveniente; y los apellidos nativos, como usted y yo más o menos lo intuimos. Claro, ya predomina el criollaje
Entre una cena y un almuerzo de lo que duró nuestra estadía probamos chorizo casero, carne de capón y un sabroso pero muy grasoso piche (animal salvaje, similar a la mulita pero más pequeño) que se acompaña con vino –a costo de sufrir un empacho si lo remplaza por agua o gaseosa–.
Antes de la cena, unas horas después de llegar, los miembros de la comisión se juntaron en el comedor y entre rumi, truco, picada y fernet esperaron la primera y abundante comida. Hay una verdad casi universal: uno llega a un lugar así y se tienta con vestirse un poco como criollo, hablar como paisano y pensar como gaucho. A todos nos pasa en mayor o menor medida.
“El camino está bueno. Mucho tránsito. Las mineras van ‘pacá y pallá’” comentó un miembro del organismo que ya ha venido a Gan Gan una docena de veces. El director de la comuna lo mira como perdido, reclinado y encorvado en su silla, y luego asiente con la cabeza.
La minería es la cuestión emergente. De a poco se abre el debate sobre qué hacer con los minerales que tiene la tierra de la meseta; el gobernador ya lo anticipó y las empresas se dieron sus licencias para hacer los estudios, para escarbar la tierra y ver qué se puede sacar. Hace unas semanas, un diario regional anticipó que en la actualidad hay 135 proyectos mineros en marcha, todos recién en etapa de prospección, dominado por empresas canadienses e inglesas y la mayoría en el departamento de Gastre, donde se encuentra el pueblo de Gan Gan y la localidad del departamento homónimo.
Hasta ahora, los yacimientos minerales de los últimos años están vedados a la explotación luego de que la ciudad cordillerana de Esquel se opusiera en el 2003 a lo que sin vueltas llaman minería contaminante. Sin embargo, en esta zona, las tareas de exploración y análisis son constantes. Camionetas japonesas de última generación, con doble tracción y equipos de seguridad entran y salen por los caminos rurales, no tienen ningún ploteado en la carrocería; quizás para no encender la alarma de los que algunos peyorativamente llaman “ambientalistas”.
El gobernador lo dejó bien claro: una explotación minera tiene que reunir tres cosas: licencia ambiental, licencia económica y licencia social. La social es la más conflictiva. Las posturas públicas (porque las posturas científicas son suspicaces e interesadas) se volvieron irreconciliables: los que quieren el trabajo y los que quieren salud.
En el corto pueblo uno de los pocos paredones tiene una leyenda confusa: en letras negras se lee un “No a la mina”, y encimadas en las mismas letras con pintura roja y trazo más fino un “Sí a la mina”. Lo curioso y vago es que firman “Los mineros”, pero con pintura negra.
La entrega de título de los terrenos que vino hacer el organismo es al menos oportuna: en un año los precios de esas tierras se podrían disparar si de pronto se hace efectiva la explosión mineral. Es una incógnita si la tierra y el agua pueden resistir saludablemente a la minería; aunque al menos --miserable consuelo--, los paisanos serán dueños de sus casas.
Ya me estaba por dormir en la mansa noche del pueblito y tras dar un paseo nocturno por las calles me quedé pensando que no se qué cuernos tenemos que entender con eso de la patria. Aunque hacer patria debe ser algo parecido a vivir en Gan Gan. Me rodaba en la cabeza cómo uno puede terminar viviendo en un lugar como Gan Gan. No lo digo con desprecio, sino todo lo contrario: cómo se cae desde otro lugar (y me he cruzado con gente de otros lados de Chubut y hasta del norte de nuestro país) a un pueblo que ocasionalmente no tiene señal de telefonía celular y sólo lo comunica un colectivo de línea una vez a la semana, con las ciudades más o menos grandes a más de 200 kilómetros de distancia y por ruta de ripio. De qué podría escaparse uno por acá.
De regreso a Playa Unión cambiamos el trayecto por el que llegamos. Una ruta paralela al norte, que no tenía buena huella y de la cual sólo pudimos pasar los 100 kilómetros por hora en tramos cortos, interrumpidos por badenes que forzaban el frenado y con 90 kilómetros de distancia más extenso. Pasamos por Telsen, un pueblo que me dio una sensación enérgica; quizás por el horario: los chicos salían del turno escolar vespertino.
Acá sí: la ruta se parecía más a lo que imaginaba antes de este viaje: aridez, choiques y guanacos, y muy poco tránsito, sólo un camión cisterna de combustible al costado de la ruta. Fuimos saliendo de la meseta hacia el este, ya declinando geográficamente cuando se empezaron a divisar los enormes molinos de viento del litoral atlántico. Con la luz anaranjada y rasante del atardecer iba alargándose la sombra de nuestra camioneta.