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miércoles, 5 de octubre de 2011

UNA VOZ RESISTE EN MALLÍN AHOGADO*

Roque Rizza es habitante de Mallín Ahogado, a pocos kilómetros de El Bolsón. Fue quien tuvo la voz de los campesinos y pobladores en al asamblea que se realizó el 20 de agosto pasado para evitar que un megaproyecto levante un villa turística sobre el acuífero principal de la zona. Esta es su historia: la de su familia inmigrante, su trabajo autogestivo y solidario, y de su lucha para que se respete el derecho a la tierra, porque “la tierra es la madre de la creación”.

Por Silvia Rojas y Juan Pablo Ruiz

1ª Parte
(Revista Sudestada).- Campesinos, pobladores, referentes de organizaciones sociales iban colmando el salón de la escuela 268 de El Bolsón, donde se había montado, como propuesta previa, una exposición de fotos “sobre las actividades rurales y la vida en la zona de Mallín Ahogado”. Era justamente eso lo que esa tarde del 20 de agosto, en una histórica asamblea popular, se iría a defender.
Mallín, a secas, como prefieren nombrarlo muchos habitantes, se halla una vez más bajo la amenaza de los intereses económicos: un megaproyecto pretende crear una villa turística de élite con capacidad para 10 mil personas sobre el acuífero (en la Pampa de Ludden) del que se abastece de agua prácticamente la totalidad de los 3 mil pobladores actuales. De concretarse el proyecto, vinculado al multimillonario inglés Joseph Lewis, se condenaría a todas esas familias a tener que abandonar sus tierras.
Para cuando llegó el momento de las disertaciones, cerca de 400 personas desbordaban el salón. Allí sentado, entre especialistas en temas socioambientales como Andrés Dimitriu o Valeria Ojeda (ambos de la Universidad Nacional del Comahue), quizás secretamente abrumado por un cúmulo de grabadores en la mesa y por la cantidad de gente esperando su palabra, se erguía la figura de Don Roque, viejo poblador del paraje, vestido a la usanza tradicional.
Empezó a relatar su experiencia como integrante de un grupo de vecinos que, de manera autogestionada, planificó y construyó una enorme red de canales para proveer de agua a las chacras de Mallín Ahogado, distante apenas 5 kilómetros al Sur de la ciudad rionegrina de El Bolsón. Era su voz pausada, clara, y el silencio absoluto de la gente. Recordó la vez que una impericia del Departamento Provincial de Aguas secó por dos días el arroyo del Medio, importante curso natural en ese valle, y cómo esa desprolijidad fue suficiente “impacto” para acabar con especies vegetales y animales que nunca más volvieron a aparecer. Enfatizó, por si hiciera falta, que las familias mallinenses necesitan imperiosamente seguir contando con el agua para sostener las pequeñas producciones agropecuarias, de las que muchos viven exclusivamente.
“Les pido a mis vecinos que se pongan de pie y que no dejen que ocurra eso”, terminaba de pronunciar y el salón de la escuela se aturdió con aplausos interminables como redobles triunfales. Muchos, como Roque Rizza, tuvieron entonces la certeza de que por esta vez el interés de gran capital perdería la batalla.

Puerto de Buenos Aires, 1927. Cuerpos exhaustos de tanto mar, miradas extrañadas perdidas en el inmenso río, una miríada de idiomas sonando a la vez. Los rencores que arrastraban esos europeos se fundían sin embargo en una misma aversión, la trágica experiencia de la Primera Guerra Mundial. Y lo que era peor, la vaga certidumbre de que el horror, lejos de haber sido conjurado, estallaría tarde o temprano con más vehemencia.
Un albanés, Alush Rizza, como podía trataba de hacerse entender. Quería trabajar. Le dijeron que en el Sur iba a conseguir. Tomó el tren y emprendió un viaje que resultó ser más largo de lo imaginado. Enormes extensiones de campo y el recuerdo de su pequeña aldea, donde todas las familias se ayudaban entre sí. Luego, Bahía Blanca atrás, la entrada al paisaje estepario de la Patagonia.
Tres días después el tren arribó a Ingeniero Jacobacci, que era punta de riel. Cuando los inmigrantes descendieron lo único que veían eran galpones de chapas y durmientes. Pensaron que “el pueblo” debía estar cerca de la estación. Pero llegó la noche, helada, y les hicieron entender que eran esos galpones las instalaciones. Muchos entraron en desesperación y se querían volver, pero ya no había forma. No tuvieron más remedio que ayudarse unos con otros. “Yo le decía a mi papá –recuerda ahora Roque-, cuando me contaba esa historia, que Dios los había puesto en esa situación para que dejaran los odios que traían de Europa.”
El trabajo era la construcción de una nueva vía ferroviaria entre esa localidad rionegrina y Esquel, tramo que hoy se conoce como “la Trochita”. Los ferrocarriles eran de capital británico al igual que el latifundio “Tierras del Sur”, dedicado a la producción lanera. Por esa razón ese trazado, al igual que otros que no llegaron a concretarse, confluían en la empresa inglesa. Es la estancia que hoy, sin que se modificara un ápice el sistema latifundista, se halla en manos del grupo Benetton.

A medida que transcurrían los meses, las cuadrillas de obreros ferroviarios (polacos, italianos, ucranianos, rusos, yugoslavos, albaneses) avanzaban hacia el sur, siempre sacudidos por el viento frío, emparejando el terreno para asentar los rieles. Parajes que a primera vista aparecían desolados e idénticos se sucedían. Ojo de Agua, Mamuel Choique, Río Chico.
El próximo tramo debía alcanzar a Norquin-Co. Durante esos meses de faena, Alush conoció un lugar próximo llamado Chacay Huarruca, donde habitaba una de las pocas comunidades mapuche eximidas del genocidio que pocos decenios antes había emprendido el Estado argentino.
Y también conoció a una mujer, Carmen Quiñenao. Con ella tuvieron primero una hija y después, en 1940, a Roque. En aquel paisaje de coirones y neneos, susurrante de viento y silencio, vivieron los cuatro hasta que la familia decidió probar suerte en El Bolsón, por entonces un pueblito cordillerano de difícil acceso pero con valles fértiles para la actividad agroganadera.

Allí se quedó Alush, porque era muy parecido a su país, un paisaje con montaña. “La única diferencia –explica Roque- era que la aldea allá estaba en el faldeo, no en el valle, porque no había mucha tierra. Era una aldea campesina, pequeña, donde se conocían todos y donde todos se ayudaban. Una vaca era para tres familias, que se turnaban para ordeñarla. Se juntaba la bosta para hacer el compost. Desde que nacían, los chicos aprendían a agradecer a todo: a la vaca que les proveía de leche, a la tierra que daba verduras.”
Ceba un mate y convida, como es obligado. Atiza el fuego del hogar para que el invierno no entre de lleno en la casa. Afuera llovizna y llueve, lo corriente en esta época. Reconcentra la mirada en los troncos consumiéndose, en el poder hipnótico del fuego. “Apenas llegamos mi mamá murió. Yo tenía un año y medio.” Un silencio delata su pena, su bronca por haberle sido negada siquiera una imagen de ella. Según le contaron, era flaca y alta.
Vivieron primero en el cerro Bandera hasta que su padre compró las mejoras del lote donde aún reside, también en Mallín Ahogado. En esa época toda la zona era quintas y campos, “y se daba de todo, trigo, verduras, frutales”. Cada persona o familia tenía, en el ejido de El Bolsón, una hectárea.
Se actualizan nuevas imágenes de la infancia y confiesa que su relación con el padre no fue muy buena. “No lo entendía.” Cierta vez charlaron sobre la guerra, sobre la cantidad enorme de muertos, de chicos lisiados, y el hijo le preguntaba al padre qué locura era ésa, cómo se podía ir a pelear con otro sólo porque alguien lo ordenaba. Cómo se puede odiar a una persona por cuestiones de fronteras. Alush debió admitir su falta de respuestas.
Afianzado en los trabajos viales, el padre fue contratado por la misma empresa para hacer el camino El Bolsón-Bariloche, pues hasta entonces sólo había una huella. Por esa década de 1940 fue que compraron el lote. Se habían mensurado lotes de 20 a 25 hectáreas en las zonas de Mallín Ahogado que tenían agua: toda la costa del río Azul y del arroyo del Medio. Hasta ese momento, esa franja del paraje había estado habitada sólo por sólo dos familias.
Don Roque no supo de juguetes. Sin embargo, asegura, fue muy feliz. “Jugaba con mi perro, con latitas de tomate, me inventaba juegos, ¡tenían que irme a buscar porque siempre estaba haciendo algo nuevo!” Los padres hablaban con sus hijos, era un mundo sin radio. Las mamás les contaban cuentos a los chicos, les inventaban fábulas. Inventaban cucos para que no se portaran mal cuando no se los estaba vigilando.
Eran tiempos en los que aún la lógica de mercado no había hecho su entrada disgregadora y por eso los relatos insisten una y otra vez en el espíritu de comunidad que existía entre los vecinos. “Las familias se ayudaban para sembrar y cosechar”, aclara Roque. Eran las famosas “mingas”, que ahora algunos grupos de pobladores están intentando revivir. Mingas que, además de trabajo comunitario, eran momentos de encuentro y de fiesta. “El que tenía una herramienta buena la prestaba a los vecinos. Todas las familias producían la tierra, eran autosuficientes en todo lo posible.”
(Continúa mañana.)

* Nota incluida en la revista Sudestada Nº 103. En El Bolsón puede adquirirse en librería Clon, calle Dorrego casi esquina San Martín.