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viernes, 19 de febrero de 2010

COMENTARIO: LA GRAN AVENTURA DE LA HUMANIDAD DE ARNOLD TOYNBEE

Cada viernes tengo el honor de emprender la osada travesía de 100 kilómetros hasta un pueblo amigo llamado Ñorquin-có. Cuando se llega a destino uno tiene la sensación de haber realizado un viaje interestelar, con el estómago revuelto, los oídos tapados y sin poder llenar los pulmones. Yo digo que estoy “apunado”, pero la gente del lugar se me ríe en al cara y me dice “por aquí es llano, profe, ¿cómo se va a apunar?”. Hace poco, en uno de estos viajes tuve la suerte de encontrar algo maravilloso. Como de costumbre, en mi tiempo libre me puse a recorrer los tomos de la biblioteca de la escuela y escondido e el último estante hallé un libro del famoso historiador Arnold Toynbee, titulado “La gran aventura de la humanidad”. Comenté el suceso con todo el personal que tuve a mi alcance, pero todos creyeron que todavía estaba bajo los extraños efectos del viaje.
Arnold Toynbee fue un historiador británico de la Universidad de Oxford cuya impresionante labor histórica e historiográfica le ha granjeado fama mundial. Por eso cuando lo encontré me puso tan contento que leí en voz alta las primeras páginas y sentí que me ocurría lo mismo que a un amigo mío medio loco que, tras encontrar los cuentos completos del mejor escritor de ciencia ficción (Philip Dick) en un páramo olvidado, pronunció las célebres palabras: “Los libros me siguen”.
Leyendo los primeros capítulos me encontré con un Toynbee que al final de su vida logró imbuirse de las problemáticas ambientales e incluirlas en su análisis de la historia de la humanidad. Así, cuando relata los pormenores de la revolución tecnológica de finales del período paleolítico no lo hace desde la admiración de quien quiere describir con orgullo los triunfos sobre el medio o para vanagloriarse de la potencialidad de la especie humana, sino que Toynbee toma la posición de un historiador de final del siglo XX alarmado por el deterioro ambiental y no tan convencido de la superioridad intelectual del ser humano.
Pero también le interesa otro aspecto de aquella revolución tecnológica y es el que se relaciona con las consecuencias sociales que tuvo el hecho de que a partir de ese momento la labor relacionada con los metales generara la posibilidad de que algunas personas se especializaran en esa tarea, dejando de ocuparse de todas las demás. Desde que eso ocurre el “herrero” deberá obtener a cambio de su trabajo todo lo que necesita para vivir y que ya no hace por sí mismo. Estamos en el comienzo de la especialización y división del trabajo. Momento en el cual el hombre asignará un valor superior a la tarea especializada, que tendrá como consecuencia una asignación desigual de poder. Aquí Toynbee no introduce en una problemática aún no resuelta y quizás insoluble.
“El producto total es el fruto del trabajo y cooperación de todos los miembros de la sociedad, pero las respectivas contribuciones de éstos son desiguales en cuanto a efectividad y valor. La desigualdad es manifiesta. Pero, ¿puede reflejarse esa desigualdad en la adjudicación desigual de porciones que todas las partes reconozcan como equitativas? ¿O es justo, o más bien inevitable, que se apropien de la mejor parte de la producción quienes poseen poder preponderante?”
Y concluye con una premisa genial: “El invento de la metalurgia sembró la semilla de la diferenciación de clases y del conflicto de clases”.
Tranquilos. Hasta aquí sin novedad, es cierto. Diríase un clásico del estudio analítico de la revolución tecnológica. Pero Toynbee ve otro aspecto del suceso que le llama particularmente la atención, y es que a partir del surgimiento de la metalurgia el hombre comienza el proceso que continúa hoy en proporciones abismales de explotación de recursos no renovables de la biosfera. En este punto Toynbee nos ubica magistralmente ante un comportamiento humano inalterable a lo largo de miles de años, una continuidad histórica. Para el hombre todo es asequible y ajustable a sus deseos. Sus actos parecen no tener consecuencias. Actuamos como inmortales. Por supuesto que nada podemos reprochar a aquellos hombres que desconocían la escala de explotación que se alcanzaría y de sus consecuencias. Pero hoy nosotros conocemos esas consecuencias y sin embargo todo sigue de la misma manera. De todos modos cito un fragmento particularmente interesante:
“Con la invención de la metalurgia, la habilidad técnica del hombre comenzó a exigir de la naturaleza algo que ella no será capaza de satisfacer durante todo el tiempo en que la biosfera continúe siendo habitable. Si comparamos los últimos 10 mil años de la historia humana con los dos mil millones que todavía podría durar potencialmente la vida en la biosfera, tal vez nos fuera lícito llegar a la conclusión de que habría sido mejor para nuestros descendientes que la metalurgia nunca se hubiera inventado… La riqueza material del hombre sería hoy sin duda sólo una fracción de lo que realmente es. Pero, por otro lado, la supervivencia de la humanidad sería más segura…”.
Genial, genial, genial. Me impresiona el hecho de que un superhistoriador que ha estudiado en profundidad todas las edades históricas llegue a la conclusión de que el “progreso” humano no conduce más que la propia destrucción. Y esto nos lleva a un supuesto esencial de la conciencia humana: el de la racionalidad. ¿Somos racionales? Y no sólo me refiero a si los “otros” son racionales (siempre culpamos a los demás: los poderosos, los ambiciosos e inconscientes, ya los hijos de puta en general); me refiero también a usted, al vecino, a mí y al viejo de la esquina. ¿Somos racionales al aceptar el curso de las cosas con la indiferencia? ¿Somos racionales al vivir como vivimos idiotizados con bagatelas?, ¿al aceptar que nuestros hijos formen su personalidad en base a los anuncios publicitarios que ven 250 veces por semana gracias a que alguien quiere vender sus productos?...
El apunamiento es un malestar físico que disminuye (en mi caso) la capacidad intelectual. Este relato es la consecuencia de ese estado. Pero no pasa nada, lo importante es que mañana es sábado y hay fútbol para todos…

Un profesor de historia